Cielo gris

Carlos Bertola

Su velorio fue algo extraordinario. Estaba todo el pueblo. Pero todo. Me saludó gente que no sé quién carajo era.

Fue el primer director de la escuela técnica del pueblo. Profesor de plástica, en el colegio San Martín; no sabés como rompía las pelotas con la perspectiva de la silla.

En casa, había enmarcado, un palito para tocar el gong en las reuniones de todos los jueves del Rotary Club. Presidencia 1981-1982 señalaba una chapita de bronce. También fue presidente de los bomberos voluntarios.

Comerciante, de un negocio heredado. La zapatería. Ahora transformada en bar. Otrora, Zapatería de zapatos feos traídos del Once, pero en sus fondos una espectacular fábrica de alpargatas, con máquinas obsoletas a vapor, donde yo crecí jugando, soñando mundos fantásticos, entre fierros viejos y oxidados.

Músico extraordinario. Tocaba el piano de mozo, cuentan en la típica del pueblo. Pero últimamente le hacía a la guitarra, dio algún concierto solista. Solía levantarse a las cuatro de la mañana y tocar hasta las siete, después se bañaba y se iba a trabajar. Qué lindos valsecitos peruanos. El acordeón a piano, no lo tocaba mal tampoco.

Era radical de Balbín. Y pintor.

Cada vez que se enteraba que iban a demoler una casa, iba y la pintaba. Viajamos muchas veces al norte, con Caluch Viajes y en grupos de jubilados. Pintó muchos de esos paisajes norteños también. Exponía siempre en la galería de arte del Club Sport Salto; yo me robaba los fonditos de los vasos de vino.

Me acuerdo de sus nervios cuando lo invitaron a exponer en la legislatura provincial.

Ciudadano ilustre fue declarado por el Honorable Consejo Deliberante.

El escudo del pueblo lo pintó él. Nunca tuve claro si también lo diseñó. Es probable.

Los viernes agarraba la guitarra y se iba del otro lado de la vía. A los boliches. Con los negros decía mi abuela. Y casi siempre volvía borracho.

Nunca le importó la plata.

Cuando salíamos los domingos a comprar un pollo con papas en el Torino blanco y ya regresando, se cruzaba una linda esquina, frenaba el auto, sacaba una maderita terciada de abajo del asiento, colocaba una lámina, la apoyaba en el volante, abría el compartimento que el Torino tiene entre los dos asientos y sacaba unos canutos de cartón que oficiaban de pincel. Abría distintos frascos de mermelada rellenos con tinta negra y marrón. La temperatura del pollo, el enojo que le iba a provocar a la abuela o mi fastidio, poco importaban. Empezaba a tirar líneas y como por arte de magia, esa esquina empezaba a aparecer en la hoja.

Una fila inmensa de autos, gente en bici, a pie. Se pasó por la iglesia, por la municipalidad, los bomberos y el cementerio que queda del otro lado de la vía. Ni los días que es Pancho Sierra se junta tanta gente.

Ese recuerdo es increíblemente gris.

Unos años después, ordenando más de mil cuadros, láminas, xilografías, mi tía, la que se casó con un policía y eso le valió una pelea con su hermana, lo soltó al pasar: esa acuarela es vieja. Cómo sabés, si no tiene fecha. Porque el cielo es azul. Es antes del 77. Después de lo de tu mamá, papá nunca más pintó un cielo azul. Todos son grises, marrones o negros.

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