Destilando flores al andar

Ana Laura Mercader

“Se oye
el vuelo de su vestido
que devuelve la harina caliente
del color que soñaba Van Gogh”
Juan Gelman

Subimos en el ascensor, el caprichoso relato me dice que por primera vez, aun sabiendo que a los dos años y medio, seguramente ya conocía la casa de mi abuela. Entramos al departamento, un monoambiente con balcón. En el living una cama se ofrecía de sofá, de una pared colgaba un cuadro de Juan Carlos Castagnino con la cara del Martín Fierro, un grabado que me aterrorizaba. Creo que era su mirada siniestra, no sé bien.

Transitamos la casa de manera incómoda, todas sentíamos el vacío aun estando apretadas. María ya se sentaba sola y gateaba. Yo lloraba mientras el cuadro me miraba, ese hombre estampado en la pared me vigilaba. Con el tiempo y mis sucesivos llantos, mi abuela escondió la lámina en un ropero, eso no sirvió para borrar la expresión de ese Martín Fierro, de sus ojos, sus gestos. El cuadro era una ventana y un hombre nos espiaba constantemente.

A partir de entonces todo era ordenado, íbamos a hacer las compras y a pagar cuentas, también corríamos palomas un rato en Plaza Moreno y visitábamos la República de los Niños viajando en el 518.

Al poco tiempo pasábamos las mañanas en la guardería de la calle 51 y 8. La directora me llevaba a su casa, un departamento al lado del jardín maternal, como le dicen ahora. Supongo que ella advertía mi quietud. Entonces me tomaba de una mano y terminaba en su cocina, saboreando algo dulce. Quizá ella me habría preguntado alguna cosa antes o yo manifestara en ese momento algún malestar, la verdad es que no aparece ningún diálogo confesional en las imágenes que conservo. Tal vez era demasiada mi intemperie o percibía que no encontraba un lugar para habitar en este mundo, no sé.

En mi familia las conversaciones sobre las incertidumbres no se hacían en nuestra presencia. Salvo, ante la pregunta, la respuesta era que a mis papás se los habían llevado unos señores policías parecidos seguramente al señor del grabado en la pared.

Ante nosotras, los adultos se esmeraban por ocupar los lugares de las ausencias. Así fuimos mimadas, malcriadas y sobreprotegidas. Así de violento se siente a veces el amor.

Todo lo que recuerdo son momentos en donde me veo sonriendo, feliz. Dos años y medio es suficiente para la experiencia de la eternidad del amor. Y sin embargo hace muy pocos años se fue el dolor de la ausencia. La falta de ellos, la falta de eso que una y otra vez no puedo recordar. La falta de ella, la falta de él, la ausencia de ellos, la ausencia de todos.

Un constante despertar pegando una patada para no caer al vacío. Para no vaciarme.

Los fines de semana íbamos a lo de mi abuela paterna a darnos unos baños de libertad, lo que nos hacía sentir la vulnerabilidad un poco más cerquita. Los sábados y domingos eran los días de guitarreada, poesía y naufragios de patio y barro a la deriva. Nos gustaba. Nos dejaba comer lo que queríamos, creo que todavía mi sangre guarda algo de azúcar de aquellos días. Sufría cuando veía a mi abuela con un peine, era algo bruta y ella misma se lo atribuía a la crianza de sus tres hijos varones.

Mi abuela materna mantenía estructuras que la ordenaban, con el tiempo comprendí que a mí también me servían esos límites, ese orden, pero eso fue mucho más tarde, cuando ya había renegado de todas sus formas conservadoras. A las ocho de la noche comíamos, mirábamos un ratito de tele, después a lavarse los dientes y a dormir.

Estábamos cuidadas y protegidas, pero no éramos de ahí.

Veníamos de un sueño fusilado y no había teta para mamar sueños nuevos.

Recuerdo las preguntas que se iban gastando mientras se internaban en el pensamiento, recuerdo el abismo al borde de mis zapatos blancos con hebillas y la sensación de no tener muy claro, si era la lámina la que estaba dentro del ropero o si al ropero habíamos entrado nosotras.

Mi mamá y mi papá no entraban en un espacio tan chiquito, ella usaba unos vestidos con flores, flores que se le iban cayendo mientras caminaba, destilando los colores al andar. Así me animo a imaginarla, con su cintura ceñida tan abrazada por mí. Sus ojos guardaban la picardía verde que llevan los pañuelos empoderados bajo las luchas de las mujeres.

A él, cierro los ojos y lo veo. Brillaba con su piel morena mientras andaba conmigo a cococho, sobre las diagonales con guirnaldas de jacarandá.

Jamás podría temer ante tanta belleza. En pasas de uva se convertirían los armarios si en ellos guardáramos tanto amor, tanto lila y verde, tanto destello de juventud. Por eso fue que los lleve conmigo destilando mis flores con lo que fui aprendiendo, regando con sangre solo para volver a parirlos. Trayéndolos un poquito más, cada vez que busqué lo mejor de mí.

Aquello que una vez no fue, no fue nunca. Quedó guardado en la ilusión, en un deseo que no se cansa de andar.

El ADN se espiraló en la magia y volvió a mis padres tangibles para mostrarme que es justo que yo me sienta viva.

Entonces me descubro con mi hermana riendo en algún lugar de la mesa familiar, sintiendo que pudimos transformarnos y ser nosotras parte de los sueños que con memoria e imaginación germinaron

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