
El nudo en mi garganta
Verónica Bogliano
Respiré profundo para relajarme. Tenía el corazón acelerado. Estaba sentada en ese sillón de cuero marrón. A la derecha en una mesita había un vaso con agua. No era un lugar desconocido. Había estado cientos de veces, pero esta vez, estaba en el centro de la escena.
Había pensado cómo organizar mi relato. Lo había escrito para no olvidarme de nada. Lo había repasado una y otra vez, una y otra vez, era necesario. En ese momento trataba de no pensar, pero como un torbellino, aparecían tantas imágenes para hacerme compañía en ese momento de espera. Allí estaba mi abuela Delia, con su dolor intacto. Esa abuela que ya en el 78 había escrito la carta para después de su muerte. El año anterior había perdido a cuatro de sus siete hijos. A ella la vida la abandonó 16 años después, obligándola a vivir a pesar de su inmenso sufrimiento.
Volvió a mi memoria el primer día que me acerqué a HIJOS. Mi hijo Manuel tenía la misma edad que yo tenía cuando secuestraron a mis viejos. Tantas escenas se agolparon en el mismo torbellino, como las guardias que hacíamos desde la comisión de escrache frente a una casa de decoración para capturar la imagen de “Jirafa” Damario, el represor de la ESMA. La sensación en mi cabeza del mismo sol que estaba en Plaza Congreso cuando esperamos que declaren la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final. El 18 de septiembre de 2006, estaba preocupada por pedir la primera condena a un Genocida, y vino Nilda a decirme; “López está desaparecido”. Empezaron a retumbar esas palabras en mi cabeza como un eco, no comprendía, no podía entender, ni dimensionar lo que me estaba diciendo. Y después vinieron las primeras marchas bajo la lluvia, las convocatorias en Plaza San Martín a mitad de la noche porque había surgido una nueva información de su segunda desaparición; las denuncias ante los juzgados, las sucesivas reuniones con la Corte… y marchas, muchas marchas reclamando aparición con vida.
También estaba ahí la imagen del día en que fuimos con mi amigo y compañero de HIJOS Camilo Cagni, al Equipo Argentino de Antropología Forense a dar una muestra de sangre para ver si unos cuerpos que habían desenterrado como NN del cementerio de La Plata eran nuestros viejos. Y también cuando varios años después, estaba con Ramón yendo nuevamente al EAAF para ver ahora sí, los restos de mis papás.
Mientras pasaban estos recuerdos, pensé en la cantidad de personas que ya habían estado sentadas en ese mismo sillón de cuero marrón, donde después se sentarían mi hermana Laura y mis compañeros. La voz del juez me interrumpe: “dígame su nombre y apellido completo”. Le contesto casi mecánicamente, y unos instantes después estaba relatando quienes eran mis papás.
En ese momento, el tiempo empezó a transcurrir muy lentamente. Hablé de su militancia, traté de ser muy detallista en describir y armar como pude, el relato de su secuestro. Era importante, era necesario reconstruir ese rompecabezas que fueron sus vidas, su militancia y las circunstancias del secuestro. Primero juntamos los datos que la familia tenía, luego hablamos con algunos vecinos, cuando empezaron los homenajes se acercaron los compañeros de trabajo y nos contaron anécdotas que no sabíamos.
Mientras hablaba podía sentir el mismo nudo en la garganta de los 6 años, cuando escuché por primera vez a la Guagüe, mi abuela, cómo había sido la noche en que los secuestradores nos llevaron a mi hermana y a mí, desde Villa Elisa a su casa en City Bell. Ella le estaba relatando a una asistente social, cómo habían golpeado fuerte la puerta la noche en la que nos dejaron a nosotras, le decía que a mi mamá no la dejaron acercarse, pero igualmente dijo que le avise a su hermano que no iba a poder ir a trabajar al día siguiente, aunque era sábado. Esa noche para mi abuela se transformó en una pesadilla hasta los últimos días de su vida. Recuerdo cuando se despertaba sobresaltada un ratito después de conciliar el sueño, diciendo “golpean la puerta”, y nosotras le decíamos que no habían golpeado, pero igualmente muchas veces se levantaba de todos modos e iba a constatar que no pasaba nada con la ilusión de que los golpes en la puerta que siempre retornaban eran los de su hija que por fin regresaba.
Ese mismo nudo en la garganta me daba fuerzas para defenderme, cuando nos peleábamos con nuestros primos, porque si bien sabía muy bien lo que había pasado por haber estado ahí, era más fácil reproducir el discurso que “los grandes” tenían: mis papás se habían ido a trabajar a Córdoba. Entonces les iba a pedir especialmente que a ellos no les den los regalos cuando volvieran, todos, todos, los regalos debían ser para nosotras.
Durante muchos años seguí preguntando, siempre hago preguntas, muchas preguntas, demasiadas preguntas; tal vez espero que me pregunten a mí, para que el nudo en la garganta ceda, para que las palabras puedan fluir libremente y encontrar respuestas, buscando el alivio que producen en mí las certezas. Hubo muchos años de silencio profundo en mi familia, silencios que provocaron más silencios, sentía que no tenía habilitada la palabra, esa palabra que estaba adentro mío empujando para salir. Sí, necesitaba desesperadamente que me preguntaran para hablar, decir, saber quiénes eran mis padres. Decir que los quería y que los quiero ahora, que los extrañaba y decir que todos sepan que nunca los iba a olvidar. Todavía me cuesta, todavía me duele, traerlos de nuevo es un modo de sanar las tristezas, un acercamiento, la posibilidad de que nos acompañen en el presente.
Elegí estar sentada ahí. Elegí estar en el juicio, porque ellos no estaban, no podía hacer otra cosa más que pedir justicia a ese Poder Judicial que dejó pasar casi 40 años sin escucharnos. Quería desanudar mi garganta de una vez. Ese día tuvieron voz, volvieron a ser nombrados y el Estado tuvo que reconocer y condenar a los culpables.
* Si la única lucha que se pierde es la que se abandona, mis palabras buscan la salida a pesar de la cicatriz y mi voz encuentra a pesar del tiempo su cadencia y mi verdad.