
Gloria
María Ana González Villar
Llegué a la hora pactada cargando con los 37 años de espera. Leí todos los papeles que mi abuela tenía guardados y ordené minuciosamente los hechos por fechas, como hilando los pedacitos que quedaban. Llevé los recuerdos familiares que me acompañaron y los esfuerzos de mantener la memoria desde los cinco años, con imágenes y relatos que nunca se olvidan.
Entré y tuve ganas de llorarles, que me vieran llorar y que se sintieran incómodos, inundarles la oficina de lágrimas, fantaseaba que les decía frases tales como: “no sé nada de mi mamá”, “díganme ustedes”, “quiero que hablen ustedes”, “que pasó”, “dónde la llevaron”, “quién la vio”, “yo no sé nada”, “traigo los pedazos”, “traigo la nada que juntamos”. Me enojé pensando que fue la misma nada que había llevado mi abuela en este mismo Juzgado cuando la citaron, en el 86, rogando una respuesta… pero como, desde los seis años soy una experta en adaptarme a las situaciones y hacerme la fuerte para no incomodar, me senté y hablé y hasta agradecí la oportunidad, pensando “algo es algo”.
La primera pregunta: “¿Es la primera vez que declarás?”: Sí, contesté, pero por dentro pensé “qué golpe bajo”, por suerte no mostró sorpresa, como si nada… “contame lo que sabes de tú mamá” y, de nuevo, la cabeza que me estalla, ¿qué me pasó estos años cuando esperé que viniera a buscarme, cuando la odié por no volver, cuando me convencí de que no la necesitaba y dejé de hablar de ella, cuando conocí a mis compañeros de HIJOS, cuando la di por muerta para perdonarla, cuando conocí su historia política, la reivindiqué y grité Presente y ahora ahí, con 42 años, ¿quién era mi mamá?, ¿qué pensaba ella?, ¿qué le gustaba?, y me doy cuenta de que nunca tuve tiempo para esa reconstrucción.
Fui a lo concreto, a lo que importa en estos temas: últimos compañeros de militancia, notas de mis abuelos al Ministerio de Defensa, búsqueda de mi abuela en institutos psiquiátricos a partir de llamados anónimos, anécdotas de parientes sobre dichos de no se sabe cuándo o no se sabe quién, las dos cartas que mandó de Mar del Plata, el relato de una compañera que la vio sus últimos días. Hablé con tono neutral, con la habilidad que adoptamos los HIJOS con los años de hablar del horror con naturalidad y di mi primera declaración testimonial.
En el 2019, cinco años después, me llamaron avisando que había empezado el Juicio en Mar del Plata de la Subzona 15. Entre los 272 hechos, había 133 víctimas y una de esas era mi mamá. No era el contexto político que hubiese deseado, gobernaban los negacionistas. Me pongo a pensar en la espera, es mi obsesión: los esperamos a ellos, después esperamos respuestas y, por último, deseamos justicia. Mis abuelos se fueron esperando… y sentía que eso le quitaba algo de mérito a ese momento. Se me ahogaban las palabras pensando qué decir para contar todo lo que pasamos como familia a partir de la desaparición de mi papá y de mi mamá. No dejaba de pensar en mis abuelos, con los que crecí y quienes me educaron a pesar de la angustia, el miedo, la ansiedad, los silencios, nuestras pesadillas y gran parte de la sociedad que pretendía olvidar.
Crecí tratando de encontrarle palabras a ese dolor. Seguramente los responsables ni siquiera supieron quién fue mi mamá, ni quién fue mi familia: 133 víctimas, un número que se acumula para dar alguna respuesta después de tantos años de impunidad. Y a pesar de todo eso, me emocionaba y fantaseaba con que –de hacerse justicia– la hacía a mi mamá menos desaparecida, que llegamos a ese momento después de muchos años de lucha, que fue el deseo de todos los que no estaban y que lo iban a poder ver mis hijos.
El día del juicio viajamos a Mar del Plata, una cofradía envuelta de amor y recuerdos, mis tías, mi sobrina del corazón y mis hijos.
Me senté mirando al Juez, como me habían indicado. Conté los días con ella, dije los nombres de las personas que nos habían acompañado en esa corta e inolvidable convivencia. Hablé de esa despedida que había prometido un reencuentro. De los días sin ella, la búsqueda de mi abuela, los silencios, el miedo. Quise hacerla presente y leí la única carta que me escribió, elegí la parte que hablaba de su lucha, me había escrito a mí, con mis seis años para el momento en el que tenía que ser leída: “… no te olvides de lo que Ana, Marcos, Papá querían hacer, de cómo tienen que vivir los pobres y aun los que no son tan pobres, de no ser egoístas y compartir todo” aclaré que seguramente les sonaría extraño escuchar estas palabras en estos momentos de tanto individualismo. Fue una ironía que me permití.
Del costado de la sala, la abogada querellante me sorprende con la pregunta: ¿tú mamá tenía algún apodo? Sí, contesté sorprendida, no entendía a qué venía la pregunta. Creo que le decían “la China”, por sus ojos rasgados. ¿Y vos?, pregunta. Me río incómoda, con vergüenza… yo me hacía decir Anita… bueno Anita “papafrita”, me río, porque me gustaban mucho, pero no lo graben a esto, le pido al juez, porque me da vergüenza, usando el humor que me sale cuando quiero salir de momentos incómodos.
Ella se levantó llorando y yo no entendí lo que pasaba. Todos en la sala quedaron conmovidos. A mi prima le salió un grito, algo así como “¡¡la conoce!!”. Cuándo me levanto, aún concentrada en no perderme palabra para decir en mi único momento ante la justicia, seguía sin entender lo que pasaba. Salgo del recinto, entro al cuarto que antes había sido de espera y ahora era de descanso y la psicóloga de la Secretaría de Derechos Humanos que me acompañaba me dice emocionada: Gloria, la abogada querellante, te conoció a vos y a tú mamá, te espera afuera. Me había reconocido por el apodo que yo misma me había puesto cuando me resistía a tener un nombre de guerra y cambiarme el Anita que tanto me gustaba.
Salí y nos abrazamos, emocionadas, confusas, ansiosas: yo por preguntar, ella por hablar.
Fue un reencuentro, a pesar de que ella se acordaba más de mí que yo de ella. Me contó que con su marido me habían cuidado muchas veces a pedido de mi mamá, que se quedaban conmigo y que yo me dormía en el medio de su cama y les apretaba la mano fuerte. Que una de esas tardes, en el obelisco, nos paró la policía en un operativo, y ellos tuvieron que improvisar y pasaron miedo, pensando en la responsabilidad de estar conmigo. Éramos sobrevivientes encontrándonos después de años, hablando desde distintos lugares por los mismos ausentes, con la memoria dolorida y esforzada, resistiendo años de espera para hablar ante la justicia. Ella como querellante, yo como testigo. Ahora nos unía la presencia de mi mamá, que parecía haber tramado ese encuentro, como si toda esa escena hubiese sido parte de ese rompecabezas que nunca se termina de armar.