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Verónica Sánchez Viamonte

Dejé que la ronda continuara y resoplé por lo bajo, acomodándome en la silla de plástico. A Berta la dejaron con una vecina almacenera cuando tenía un año, vivió con ella como otra de sus hijas hasta que su tía la encontró. Mateo se quedó sentado en el micro detrás del chófer, mientras veía cómo se llevaban a su papá, no bajó de ahí hasta que terminó el recorrido, tenía cinco. Atragantada con mi angustia y con la de ellos, escuché a unos hermanos que se la pasaron de hogar en hogar y también por un instituto, nadie los quería a cargo, eran muchos y ya crecidos, que llevaban impregnada en rabia y desconsuelo la imagen de sus padres desangrándose en el living de su casa.

Así, la ronda de relatos seguía, como un espiral sin fin a lo profundo del mar oscuro. Nos sobrevolaba un silencio amenazante y opresor que de a poco se liberaba para hacernos sentir un poco más etéreos y no tan solos. Me concentré en esa parte de la habitación, ese vapor inconsciente por arriba de todo, me quedé flotando en esas pequeñas corrientes de aire, hasta que un nuevo testimonio me bajara a la profundidad.

No sabía qué decir, y no pude hablar. Me sentía una niña mimada que solo lloraba atrás de las cortinas o en silencio bajo las sábanas. Nada más.

En la habitación, las sillas negras en círculo y nosotros. Y el aire denso. Llené mis pulmones otra vez para soltar el aire despacio. Hablaban de héroes y asaltos, de asesinos y secuestros. Me perdí en una redada y me encontré en los brazos de una desconocida. Lloré también, como los otros, con un llanto apretado y agudo como salido de una olla a presión. La olla que no había que destapar hasta que la comida estuviera lista.

Berta se levantó de la silla, estiró sus brazos hacia el techo como si recién terminara su siesta. Abrió los postigos. Ya estaba amaneciendo.

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