
La pregunta
Ana Balut
“El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía”.
Rodolfo Walsh en Carta a Vicky
Caminó las ocho cuadras que separaban el trabajo de su casa. A veces agarraba derecho por 4 y otras bajaba por 61 buscando objetar la rutina. De todas maneras el paisaje era similar. Los árboles en esa zona protagonizan la escena y permiten que los mediodías calurosos y húmedos se sientan menos. Igual, cruzar la calle 1 tiene algo de desamparo. Su anchura te hace sentir más chico en el pavimento y el sol ahí pega por todos lados.
Abrió la puerta de entrada y atravesó el pasillo. Al final del camino, en el patiecito de baldosas rojas estaba su hijo jugando con la perra, una bretona española que había llegado unos años antes que él. La perra había ocupado el lugar que ahora tenía el niño, pero supo entenderlo y se acomodó rápido a su nueva función. Dormía en el patio y tenía prohibido subir a las camas.
Después del abrazo por el reencuentro entre madre e hijo, ella se sacó los zapatos. Siempre lo hacía cuando llegaba a su casa y más en verano. Buscó algo frío en la heladera para tomar, seguro agua, y se sentó en la reposera donde un rato antes había estado su relevo en el cuidado del niño. La perra se acomodó cerca pero en la sombra y se desperezó extendiendo sus patas a ambos lados. Él jugaba con unos autitos sobre el borde del cantero. Tenían que mantenerse sobre ese angosto pasaje y llegar hasta el otro lado sin caerse; el auto que volcaba quedaba fuera de competencia. Ella, sin mucha expectativa, le preguntó varias cosas sobre la jornada escolar. El niño soltó algunos monosílabos con pocas ganas.
Se envolvieron en un silencio compartido aunque se escuchaban los Redondos de fondo. El pequeño ahora juntaba los autos que se habían caído sobre el pasto y volvía a llevarlos a la pista de inicio. Casi cuando la escena debía finalizar como cada tarde, sin sobresaltos ni imprevistos, él hizo la pregunta. En el fondo, ella tenía muy claro que algún día iba a suceder. Pero lo que no había previsto era que, cuando él la hiciese, a ella se le iban a abrir muchas otras. Tampoco imaginaba que podía despertarle tanta incertidumbre. La había contestado muchas veces en otras circunstancias y nunca había titubeado en la respuesta. La historia, aunque se estaba escribiendo, acompañaba su verdad. Varios testimonios valientes en diversos juicios resultaban suficientes para objetivar los hechos. Sin embargo, resonó distinta esta vez. Quien preguntaba también estaba indagando por su propia historia y la respuesta cobraba dimensión de identidad: ¿Y tú papá dónde está?
Todo el silencio junto se adueñó de su boca. ¿Cómo explicar al hijo la desaparición de su abuelo? ¿Es que la gente puede desaparecer como en los trucos de magia? ¿Cómo decir todo lo necesario para volver comprensible el rol del asesino? ¿Cómo narrar el horror a un niño? ¿Cuánto decir? A la dificultad de nombrar la muerte se sumaban la falta del cuerpo y la incertidumbre sobre cómo había sido ese final. Preguntas sobre la esencia humana que ni ella tenía resueltas en su cabeza. Sintió por un instante que se había tragado todas las palabras. Ninguna podía en ese momento cubrir con solvencia el lugar del silencio. La perra se acercó al cantero y olfateó el autito que había caído un instante antes al pasto. Los otros esperaban en fila, pacientemente, el momento de ser arrojados por el angosto pasaje.