
Miradas
Angélica Rave
Todo tiene un tiempo, vos y yo tenemos la alegría
de tener espacio dentro de este corazón.
“Mandolín”, Gustavo Pena.
Aquel 23 de marzo de 2017 fuimos con Julián, mi amiga Bernarda y sus hijos a la marcha que se hace en La Plata en repudio al Golpe Militar.
Una vez más se había incrustado en mí esa espina de que el centralismo porteño nos empujara a marchar el 24 en Buenos Aires y no en La Plata misma; como si la historia de la ciudad no alcanzara para caminarla, para imprimirle nuestra estela invisible justo en esa fecha. También como cada año, una imperiosa necesidad me envolvió de cuerpo completo y me transportó a la liturgia del evento.
Esta vez, a los abrazos de encuentros entrañables se le sumó la singular compañía de los chiquitos; a media lengua y con copos de chocolate fuimos quedando en la retaguardia de la procesión, al ritmo que marcaba el paso de los nenes de tres años.
Mis primeras marchas, cuando era niña, fueron de la mano de mi abuela Marucha y marcaron cierto encuentro con quienes ya no estaban. Indudablemente hubo algo de la trasmisión generacional. Quizás por eso la situación se tiñó para mí de cierta solemnidad.
Afortunadamente, los hijos le dan nuevas connotaciones a las cosas y hacen su propio recorrido. Eso sí, que el camino tenga puntos de encuentro no viene por default. Que el retoño conmueva cierta fijeza materna no es fácil de sobrellevar. Y menos si carece de sentido de la oportunidad haciendo tambalear el apego a algún ritual en un momento emotivo.
Yo pensaba que era importante fomentar en Julián que me cuente sus intereses y sus preocupaciones sin distinción. Pero en esa marcha la cosa dio un giro brusco cuando el muchachito empezó a tironear de mi mano con una convicción inquebrantable. Insistía de manera firme y caprichosa, casi un sacrilegio, en entrar a la famosa cadena norteamericana de hamburgueserías para no sé qué cosa de la cajita feliz.
Con una negociación llevada a cabo con palabras disimuladas entre dientes y una promesa que afortunadamente ya no recuerdo, logré superar la breve crisis. Y fue así, que culminado el incidente y terminado el recorrido, quise llevar a Juli hacia el escenario. Allí habían colocado en hilera las pancartas que con tanto amor había hecho Natalia. Los retratos de las desaparecidas y los desaparecidos que transitaron por la ciudad de La Plata, cada uno intervenido en un color diferente, estaban dispuestos en un montaje visual.
Con un movimiento fugaz encontré en un extremo del improvisado panel de pancartas la imagen de Gustavo, el abuelo de Julián, mi padre. Me inundó la sensación de haberlo hallado entre la multitud. Era la recreación de su última foto con la cara pintada de rosa viejo, look setentoso y cierta mirada familiar:
—Este es mi papá —le dije, haciendo silencio después, dando lugar a lo que le podría llegar a provocarle la situación.
Como no emitió palabra, seguí con el de al lado:
—Este es Patulo, un hermano de mi papá—. Con una sonrisa inolvidable y el flequillo al costado, Patulo brillaba en azul.
—¿Y ésta? —preguntó Julián.
—La mamá de Ana Laura, la amiga que saludamos recién. No recuerdo en qué color, pero Anahí resplandecía con su belleza inmortalizada.
Señalé el siguiente:
—Y éste es Marcelo, otro hermano de mi papá. Retratado en celeste escolar, Marcelo miraba firme, con cierta dulzura.
Me quedé pensando que no habíamos hecho pancarta de mi tío Walter, además de muchas y muchos otros. Como en años anteriores, se había acercado alguien a agradecer que esté la imagen de algún ser querido, o a proponernos que sumemos otra.
Por su parte Julián, ese alegre niño que recién había empezando la sala de 4, observaba absorto y silencioso. Yo estaba intrigadísima por saber qué pasaría por su cabecita, queriendo acompañarlo, pretendiendo ahorrarle algo del dolor de ese camino de apropiarnos de una historia que nos preexiste y nos marca.
Aquí voy a hacer un paréntesis.
Cuenta el Pelado, un amigo de mi padre, que el día de mi nacimiento, precisamente mientras yo nacía, ellos dos esperaban en algún ambiente próximo. Mi papá, nervioso y expectante le dijo algo así como: “Para mí que es chancleta.” Aunque el Pelado me lo contó cada vez con una sonrisa, yo no podía evitar escucharlo con cierto tono de desdén. Quizás porque se me hace difícil atribuirles historias agraciadas o trascendentes a las chancletas (al menos en términos creativos), quizá sea la sonoridad, quizá mis reflexiones sobre los problemas de género… pero me sonaba más a corneta o mofeta que a bicicleta o cometa. Ni soñar con la Rosetta. En fin. Eran otras épocas y Gustavo se ve muy feliz junto a mí en las fotos.
Cierro el paréntesis.
Volvamos a la escena en que estábamos mi hijo y yo frente a las pancartas.
Julián seguía callado, desafiando mi urgencia impregnada de suposiciones. Yo lo tenía a upa porque él no llegaba a la altura de las imágenes, mientras transcurrían segundos y más segundos. Hasta que en algún momento hizo un gesto, señaló hacia la pancarta de su abuelo y entonces nos acercamos. Se puso aún más serio. Lentamente su cara se fue tensando, tomando un aspecto algo crispado.
En varias oportunidades mirando fotos había reconocido algo de Gustavo en Julián o al revés…no sé. Pero esta vez fue distinto, no fue su aspecto, su aire, fue porque mi hijo, levantando la manito en gesto de incomprensión, sin sacar los ojos de su abuelo, lanzó:
—¿Rosa?