
Piedra Libre
Emiliano Guido
Mi papá trata de hundir la tecla de la letra L pero no puede, la percibe atorada. Escribe un comunicado de la regional marplatense del Partido Revolucionario de los Trabajadores, hace varios meses ocupa el puesto político más relevante en el organigrama del partido en esa ciudad turística y portuaria. Raúl Alfredo Guido intenta firmar el zócalo del pronunciamiento de igual forma que lo hacía Mario Santucho: A. VOMPLA. Parece la inicial de un nombre y su apellido pero son las primeras letras de una consigna política: “A Vencer O Morir Por La Argentina”. Hace treinta días exactos que Santucho, el líder del PRT, fue secuestrado por un escuadrón de la dictadura. Raúl, mi padre, busca con su máquina de escribir refrendar esa proclama pero la palanca queda atascada y la tinta de la letra L no toca la hoja enderezada a medias sobre el carril.
Mi mamá acaba de apoyar la pava sobre una de las hornallas para compartir unos mates con papá. Siente que es el momento indicado de hacerlo porque recién he podido conciliar el sueño tras fastidiar con unos berrinches que siguieron a mi comida. Tengo un año y tres meses. El pediatra, un hombre de gafas negras cuadradas y panza voluminosa, le ha aconsejado a mi madre la incorporación de hígado a la dieta para vigorizar mi crecimiento. El gusto de esa comida sanguinolenta debe haber precipitado mi llanto. El fuego de la cocina bulle lento, el ruido mínimo no puede alterar mi sueño pesado. Silvia Noemí Giménez echa detergente verde flúo sobre sus manos y las refriega una y otra vez. Trabaja de lunes a viernes en una fábrica de conserva de pescado, el olor metálico y frío de esa empresa se le adhiere. Detesta esa marca pero ha decidido proletarizarse, simular que solo busca un estipendio a cambio de su fuerza laboral, para llevar la voz del PRT ahí mismo donde se libra la lucha de clases. Silvia huele sus dedos, que han incorporado algo del perfume chillón emitido por los lavavajillas, y se siente más aliviada.
Es un día sábado. Son alrededor de las 19 horas. El cielo y el aire de ese barrio periférico de Mar del Plata están teñidos con los colores sombríos del invierno. Nuestra casa se halla al final de un pasillo delgado como un túnel. A los costados o enfrente de ese domicilio no hay nada lo tan elegante, atractivo o arbolado que invite a salir del calor del hogar para comprar algo, distraerse en la pendiente de un tobogán o pispiar una vidriera. El frío de la tarde se superpone a las escarchas de julio y a lo gélido de una dictadura que ha comenzado a reinar apenas cuatro meses atrás.
El efecto madriguera se comprime porque mis padres simulan una vida de fantasía en esa casa ubicada en la calle Alberti. Sus ocupaciones distan de estar relacionadas con su verdadera vocación, aquella que un día los llevó a inscribirse en la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca para ser ingenieros agrónomos. Esa carrera ha quedado atrás, también la familia y los amigos que los llamaban por sus verdaderos nombres. Mi papá es a ojos de los vecinos una persona amable llamada Mario. Habitan una ciudad, Mar del Plata, a la que solo conocieron de chicos en una postal turística. Están clandestinos para intentar escapar a la muerte de la dictadura y darle vida a una organización política golpeada, llena de magullones. Están clandestinos. Eso implica volver a jugar a las escondidas muchos años después de que lo hicieran por primera vez. Mi papá escullido entre los árboles de Huanguelén. Mi mamá parapetada tras los matorrales de un baldío en Coronel Pringles. Juegan a las escondidas. Pero, esta vez, si les dan pica, los matan.