
Somos hijos e hijas de la historia
Ana Schaposnik
Una tarde de primavera volviendo del trabajo en el colectivo, me sonó el teléfono. Del otro lado, una voz me decía que la causa de mi mamá, Diana Noemí Conde, había llegado a Juicio Oral, 42 años después. Desde ese día, mi pensamiento estuvo siempre en esa frase; me paralicé un poco, hasta casi sin querer, pensé que debía cuidarme más que nunca, porque “tenía que ir a declarar”. Pasaron unos días y las preguntas comenzaron a hacerse más frecuentes en mi cabeza: ¿Qué decir? ¿Qué no?
Comenzó entonces una etapa intensa, tantas veces abandonada, retomada y vuelta a empezar. Y otra vez los mismos testimonios, otra vez tratando de encontrar algo más. Y redescubriendo lo nuevo entre lo viejo, lo dicho y no recordado. Las imágenes que casi casi se asoman pero no. No hay recuerdos como todos entendemos lo que significa recordar algo. No. Hay cosas que dan vueltas como fantasmas de viento alrededor, y vos sabés que no es de otra manera. Y de todas las cosas que te cuentan, hay una que seleccionás y decís: es así. ¿Por qué? No sé… el cuerpo sabe. Allí está guardado todo.
De mis vivencias en la primera infancia, lo más presente son las preguntas: ¿Dónde? Que se traduce en dónde están mis padres, obviamente. Tengo muy presente que un día compasivamente decidí dejar de preguntar, al menos por un tiempo. La cara de mi abuela lo decía todo. Después vino otro interrogante que me acompaña desde siempre y para siempre: ¿por qué? Las respuestas, construcciones y elaboraciones no solo continúan sino que son parte de un colectivo tan gigantesco que no podría definir, ni en tiempo ni en espacio.
Pero hoy no me quedan dudas acerca de algo que para mí es una verdad absoluta. Se los llevaron porque eran militantes revolucionarios. Y eso significa que estaban dispuestos a todo para construir un país y un mundo libre de toda injusticia, pero sobre todo, un mundo donde no existiese más la explotación del ser humano por otros seres humanos. Un mundo sin oprimidos ni opresores. Y quienes los capturaron salvajemente, fueron justamente esos opresores.
Ellos y sus eternos compañeros la tenían tan clara que sus verdugos tuvieron que diseñar, planificar y ejecutar un genocidio. Tan heroicos fueron, que tuvieron que torturarlos, asesinarlos y desaparecerlos. Y aun así, están más presentes que nunca. Y no por mí, que suelo ser olvidadiza. Están presentes porque desde distintas expresiones, espacios y trincheras, se los recuerda y se levantan sus banderas.
En este camino de la memoria, se cruza la imperiosa necesidad de justicia, que toma una dimensión extraña cuando ponés en palabras el tiempo transcurrido. La verdad tiene varias patas. Hay verdades en construcción y hay otras muy concretas. Queremos saber qué pasó con nuestros seres queridos. Hoy, si, 42 años después aún queremos saber. La otra verdad –quiénes eran, qué querían, por qué y para qué–, de eso nos encargamos nosotros.
Durante los primeros años tuvimos que soportar que los nombraran sus enemigos. Que les dijeran subversivos, que hablaran de enfrentamientos e infinidad de mentiras. Pero las voces de quienes lucharon desde un comienzo se hicieron cada vez más fuertes. Nuestra voz como HIJOS apareció en el momento justo para gritar y señalarlos, escracharlos y dejarles claro que no hubo ni habrá olvido, perdón ni reconciliación. Somos hijos e hijas de la historia. No hay duda de eso. Y cada vez que hablamos, habla la historia porque somos sujetos de la misma.
Así es como siento hoy que por mi cuerpo pasan estas voces, el pasado y el presente. Voces a las que se suma la mía y que traspasan los cuerpos y hablan, gritan y cantan en jóvenes nuevos que quieren transformar la realidad. El mismo grito que está en Chile, en Bolivia, en Colombia y en Haití, y en cada región de mi patria grande, que es a su vez parte de un mundo donde la injusta distribución está haciendo estallar las capas más profundas y nos obliga a cuestionarlo todo. El mismo grito que se alza en el continente y en el mundo por nosotras las mujeres, por las disidencias y por nuestros pueblos originarios.
Aquellos seres que han dado su vida por cambiar este mundo injusto, no solo no van a morir jamás, sino que están con su espíritu presentes. Eso para mí significa un triunfo. Porque hay algo que los represores no tienen. Hay algo que les falta, algo de lo cual han sido despojados en su formación asesina. Les falta amor en su sentido más profundo y amplio. El amor a su pueblo y a sus semejantes. Les falta ese sentimiento que hace a los pueblos oprimidos resistir. Y vencer, o morir y renacer para volver a luchar. Ellos fueron y son parte de un proyecto que intenta perpetuar lo injusto, la brutal desigualdad, la producción sistemática de miseria.
Nuestros padres y madres son y serán siempre revolucionarios, lo que nos permite sentir el orgullo más grande que puede tener un ser humano: el orgullo de la dignidad.