Y vinimos después. Textos y testimonios de hijos de desaparecidos
Leopoldo Brizuela
La Plata, 19951
Como bien sabe toda persona que escribe, narrar algo que hemos vivido o que nuestros seres queridos nos han contado como cierto, constituye una experiencia mucho más rica de lo que se podría suponer. Al buscar palabras para representar esas vivencias del pasado, vamos descartando palabras que nos parecen “impropias”, ya sea por inadecuadas, o bien por ajenas. Y al elegir la forma que mejor se corresponde con nuestro deseo, damos a ese material informe de lo que vivimos y sentimos, de nuestras percepciones y de nuestros aprendizajes, una cierta significación. A menudo, al terminar de escribir, nuestra memoria se nos parece más clara que nunca y a la vez distinta, y es entonces cuando empieza a modificar el presente. Escribir, pensamos, es también un modo de comprender, y de proponer para el diálogo con los demás nuestra visión de los hechos.
Cuando a comienzos de 1995, propuse a algunos amigos míos, todos hijos de desaparecidos y apasionados por la palabra, que nos reuniéramos a pensar y escribir sobre la “memoria”, fueron reflexiones muy parecidas a éstas las que inauguraron el trabajo. La memoria, dijimos, no es simplemente lo que pasó, sino la forma en que nos lo contaron y en que nos lo narramos a nosotros mismos; y sobre todo, el modo en que la significación que damos a lo pasado influye en lo que hacemos hoy. La memoria colectiva no es ese relato oficial que llaman Historia, y cuya significación a menudo nos esclaviza; sino también un complejo entretejido de versiones encontradas y de silencios a cargo de esos miles, millones de seres, que se suele llamar pueblo, que el poder siempre ha querido acallar, pero que siempre estamos a tiempo de escuchar. Hacer memoria, para nosotros sería entonces trabajar sobre nuestro presente redimiendo ese pasado que nos habían hecho aparecer como definitivamente preso o desaparecido. Hacer memoria será tomar, de una vez por todas, las riendas de nuestra historia.
Como se ve, la propuesta de nuestro “taller” no consistió exactamente en escribir “sobre los desaparecidos” y lo que implica la aberrante figura de la desaparición. Pero tanto en los hijos como en mí -que no soy hijo ni pertenezco a su generación, pero empecé mi adolescencia y mi tarea de escritor durante la dictadura-, subyacía la convicción de que no podríamos hablar cabalmente de ningún tema hasta que no pusiéramos palabras a ese núcleo central de nuestra experiencia, histórica, el genocidio, sobre el que la mayor parte de la sociedad sigue haciendo silencio, y un silencio culpable y voluntario; hasta que no combatiéramos con palabras no solo la ignorancia y la confusión, sino también las mentiras y la mudez cómplice de los veinte años que nos separan ya del
comienzo de la dictadura.
Fue por eso que el tema casi excluyente de las primeras reuniones fueron los padres de cada uno, y, de acuerdo con lo que habíamos dicho, el padre o madre desaparecidos que cada uno lleva dentro de sí. Tuve por primera vez la idea de este modo de trabajo cuando, militando junto a las Madres de Plaza de Mayo, conocí una de sus luchas más intensas y concretas: el esfuerzo por recordar sus voces. “Cada día”, me decían las Madres, “me concentro y me esfuerzo por volver a oír la voz de mis hijos, que seguramente por una razón física, es lo primero que se te olvida. Solo cuando los escucho hablar nuevamente me siento de nuevo con fuerzas para vivir y para luchar”. Margarita y Ramón, por la misma época, me hablaron de la necesidad de “recobrar las voces” de sus padres, y según cuenta María, por aquellos mismos meses, trataba en la soledad de su cuarto de “escuchar” la foto de esos rostros que ni siquiera puede recordar. Ahora en torno a la mesa del taller, cada uno cerró los ojos para escuchar con qué voces propias o ajenas, siguen hablando los desaparecidos; para cuestionarlas también, para enriquecerlas, para que les abrieran otras voces, otros ámbitos. Para que, en fin, aparecieran con vida. Y volvieran a dárnosla.
La importancia que adjudicamos a esta tarea, y seguramente el entusiasmo con que la encaramos, hizo que se sumaran pronto otros hijos; y aunque en estos casos la experiencia concreta con la escritura era mucho menor, debo decir que de entrada todos demostraron una habilidad inusual para el trabajo. En muchos de los textos de este libro, los hijos manifiestan la angustia de haber crecido “en la frontera inasible entre dos mundos”; metáfora que, según los casos, se refiere al clamor de las víctimas y el silencio de los victimarios, o al mundo interior de un niño que no cuenta con interlocutores capaces de comprenderlo, o al recuerdo que los despierta en medio de una pesadilla y las frivolidades que los medios gritan impiadosamente durante el día. Con mucha frecuencia también, esta frontera suele graficar la sensación de irrealidad que separan los valores y los sueños de sus padres con el país que hoy habitamos. Y, sin embargo, quizá sea esa misma experiencia límite la que los dotó de enorme capacidad literaria, de su sagacidad para analizar relatos y discursos de los más diversos sujetos, para cuestionar siempre su propia obra –ninguno de ellos está conforme, por ejemplo, con lo que puso en este libro, y debemos ponerlo a salvo de sus peligrosos “arrepentimientos”–;
y por sobre todo, para explicar los silencios de cada quien, la incapacidad de hablar o de preguntar que es un tema recurrente. Y también, para leer historia en los datos más insignificantes del presente; o como en el caso de los más grandes poetas un objeto cualquiera de sus casas – una foto, una libreta, pero también una simple plantita del jardín y hasta el caño de un lavabo- puede ser, para los hijos, una inesperada fuente de revelaciones. Quizá sea esta misma experiencia la que confiere a su escritura su máximo objetivo: servir de puente que, por sobre toda muerte y todo olvido, vuelva a unirnos a las mismas fuentes de la vida.
Otra imagen recurrente en estos textos de los hijos es la de haber sido, durante la infancia y la primera adolescencia, el último eslabón de una cadena de pesares que no pueden explicarse solos, o el receptáculo pasivo de problemas ajenos que son incapaces de resolver por sí mismos. Paralelamente a la creación de nuestro taller, los hijos comenzaron a militar en su propia organización política, a la que hoy dan lo más grande de sus energías; y quiero cerrar esta introducción describiendo cómo ambas formas de acción –la escritura, la militancia– confirieron a aquellos días, a pesar de lo trágico de los recuerdos y lo sombrío de nuestra realidad actual, una felicidad inolvidable para todos. La felicidad de encontrar, por fin, un interlocutor, un compañero; la felicidad
de tomar las riendas del propio destino, y la de ligarlo, contra viento y marea, a una liberación política. La felicidad de revivir, entre todos, la esperanza de los padres, y de las Madres de Plaza de Mayo, referente eterno de cada paso del camino.
Trabajamos todas las semanas, con las frecuentes y felices interrupciones impuestas por esta vida de pronto asumida hasta las últimas consecuencias. “Hoy no podremos trabajar, Leo”, me decían, “porque tenemos que asistir como testigos al juicio popular a Bergés, o “porque tenemos que acompañar a las Madres en su acto”, o porque nos quedamos trabajando en la Peña hasta las nueve de la mañana, y tenemos asamblea a las tres de la tarde”. O “porque tenemos nuestra primera marcha”. Si se me permite cerrar esta introducción con una última efusión personal, quisiera decir que tal torrente de vida ha sido una de las experiencias más importantes en mi propia existencia; que ya nunca podré, tampoco yo, volver a ser el de antes; y que si bien conocía y quería a muchos de ellos, porque somos todos de la misma ciudad y nuestras historias se habían entretejido muchas veces, durante el trabajo he aprendido a amar no solo como compañeros que son, sino como a hermanos, como a mis propios hijos, y muchas veces, como a mis propios padres. Como a un milagro imprescindible para sobrevivir en el páramo de la ausencia de los 30.000.
Quien toca este libro, toca a un hombre, dijo alguien refiriéndose a Hojas de hierba. Quien toque este libro de los hijos, tocará en cambio a tantos, tantos, que sería igual decir la vida misma.
1- Este texto es del escritor Leopoldo Brizuela, como prólogo a una recopilación de textos elaborados en el marco de un taller literario con hijas e hijos de desaparecidos durante el año en que se creó la agrupación, en 1995. Fue cedido para la presente edición por su compañero, Ariel Sánchez. Y está en el inicio de la escritura de éste libro.