1995. Un efímero taller de escritura

Margarita Merbilhaá

En abril de 2007 volví a ver, después de varios años, al escritor platense Leopoldo Brizuela en la presentación del primer libro de Laura Alcoba, La casa de los conejos. Nos encontramos unas horas antes en la conocida cervecería platense La Modelo que, hacia el lado de la calle 54 se ubica casi frente a la Comisión Provincial por la Memoria, donde íbamos a presentar la novela. En esa sede funcionó hasta 1998 la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA). Hoy tiene en custodia el archivo de esta central de inteligencia, el más grande de Argentina y América Latina que se haya encontrado. Leopoldo sacó de un bolso un folio con unas hojas sueltas. Las había encontrado ordenando papeles y me las quería devolver. Aunque yo había olvidado por completo su existencia, reconocí mi letra. Eché una mirada a las tres hojas, las guardé enseguida y volví rápido a nuestra conversación, mientras esperábamos a Laura.

Eran algunos poemas, recuerdos mezclados con reflexiones, con un cierto tono confesional, que llevaban una dedicatoria: “A Luli” (mi hermano). Eran hojas escritas en el taller de escritura que Leopoldo organizó para invitar a hijos e hijas en el invierno de 1995, apenas unos meses después de que comenzáramos a organizarnos en la Agrupación HIJOS, como entonces la llamábamos. El taller se hacía los sábados en casa de la madre de Leopoldo, en Tolosa y duró unos meses. Ahí fue donde María Mercader contó un día el sueño que había tenido la noche anterior. Así empezó a escribirse la obra de teatro BlaBlaBla que estrenamos al año siguiente, si mal no recuerdo durante la inauguración del monumento de homenaje a estudiantes, docentes y no docentes de la Facultad de Arquitectura de La Plata.

Lo que sigue son algunas de las cosas que escribí en ese taller, que transcribo como un modo de recordar ese espacio, nuestras búsquedas por soltar la palabra después de los años silenciosos de la infancia y la adolescencia, que en estos encuentros –al igual que en nuestras interminables asambleas– dejaban por un tiempo de ser búsquedas solitarias. Es también un modo de recordar a Leopoldo que lo propició, como lo había hecho desde fines de los años Ochenta con las Madres, con ese convencimiento que tenía acerca de que la militancia pasaba también por las formas de encontrar las palabras para decir la experiencia, en los pliegues de la intimidad y de lo público.


Sin forma
La memoria
de voces congeladas
cíclica
te invade
es una masa
salpicones de imágenes hechas
infinita
está en el presente y te invade.
*
Vive en
la frontera inasible
de dos mundos,
entre mis manos
fuera del reloj, del timbre
en la ventana
subterránea
de las cosas de acá.

Y quiere revelar
lo otro, lo
tuyo, lo nuestro
el sonido
único,
el sabor de
ver
con ojos
despiadados.

 

Hay una foto en la que estoy en brazos de papá, en Plaza San Martín. Hay otra, en la que mi papá, Eduardo Merbilhaá, tiene en brazos a la hija de unos compañeros. Sonríe. Mi mamá está a su lado, también sonríe. Estaban en la costa, habían ido por un fin de semana a “estudiar”. Estaban emprendiendo un camino en el que creían; tenían todo por hacer y ese era el sentido de sus vidas. Y lo hacían todos juntos, entre todos cuidaban y educaban a sus hijos. Muchas veces mirando la foto intenté reemplazar a Valentina por mi cara. Si junto las dos fotos, puedo estar entre Eduardo y Nora, formando parte de sus vidas y de lo que estaban haciendo. Porque también lo hacían por mí.

 

Tolosa, invierno de 1995

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