
Calendario
Sofía Caravelos
Cada año, irremediablemente, el calendario llega al 18 de mayo.
Todos y cada uno de esos 18 de mayo, mamá sale de casa y toma el micro para ir a La Plata. Va a conversar con papá, que la noche anterior no había dormido en casa. Se encuentran en la esquina de 6 y 45, frente a la librería de Emilio, y van a un bar. Toman un café; con Pablo primero y luego solos. Discuten, se pelean, suben la voz.
Ninguna de las veces; ninguna de las treinta y pico de veces que se repitió esa escena, ni yo ni nadie pudo avisarles que no salieran, que no discutieran, que los estaban siguiendo; que si esa vez zafaban quizás… Pero no. Salen del bar, siguen discutiendo, mamá le pega unos carterazos a papá y papá sabe que eso no está bien ese día, en ese lugar. Los para la maldita policía, de allí a la comisaría 8va. y luego a La Cacha, a disposición del área operacional 113.
Los días que siguen siempre son fríos. Y siempre, cada vez que llega esa fecha, tonta de mí, me pregunto si la ropa de ambos ese día habrá sido suficiente para las siguientes noches, para que no se les helaran los huesos. Los 23 de mayo, los 6 de junio, los 25 de junio y así… vuelvo a quedar atrapada en esos días de 1978.
Vuelvo a recorrer edificios de la mano de mi abuela Anna día tras día, con mi carterita de cuero llena de paquetes de semillitas y alguna cosa, por las dudas nos dejen verlos. Con la carterita de cuero y con la tejida también, cruzada al hombro porque me queda muy larga. Pasillos, puertas grandes de madera trabajada, pisos limpios y brillantes. Pero no. No aparecen. Nunca aparecen. Hasta que llega el 20 de julio y ese día termina todo con ese golpe un poco más arriba de la nuca, en ese descampado en Florencio Varela. Otra vez, pienso en el frío.
18 de mayo. ¿Llegaron a la Cacha ese día? ¿Qué detalles serán los que imagine esta vez? Que allí estaba el otro, tan amado, tan querido, tan cómplice, es un alivio al que recurro año tras año. Lucía y Jorge estaban juntos en una historia de amor que no pudo separarlos nunca desde que se conocieron. Una historia de amor que los unió y los separó muchas veces, pero allí estaban juntos. Días y noches interminables.
¿Cuándo hicieron el pacto? ¿Ese mismo día o cuándo? Uno de los dos se iba a quedar; el otro iba a salir. “Él, un dirigente con jerarquía. Ella solo su esposa”. Era creíble. ¿Se habrán reído al pensarlo? Otra vez, como tantas veces en su historia juntos, tenían un plan. Los entretenía, los volvía a encontrar. Un juego que ayudaba a ocupar el tiempo y hasta a soportar el dolor. Muchos días pasaron así; muchos. No quiero pensar. Quiero que los días pasen rápido, desprenderme de esos fríos, de ese hambre, de ese dolor.
Cuando por fin los llamaron a los dos en ese horario sin reloj que no correspondía a la rutina del horror, con esa guardia distinta, la muerte se convirtió en una certeza. El plan había fallado; pero iban a morir juntos. ¿Lo habrían pensado de verdad alguna vez, morir juntos? Podría suponer que sí con el recorrido de acciones armadas en las que participaron, pero no lo sé. ¿Se habrán podido mirar, tocar o susurrar algo al saberlo? ¿Qué habrá intentado papá como última jugada? ¿Cómo se le habrá puesto el cuerpo a mamá?
El tiempo que siguió a ese llamado hizo que la inminencia del fin se hiciera insoportable. Quisiera creer, me alivia imaginar, que sí pudieron estar cerca, muy cerca uno del otro, rozándose los cuerpos. Y que, en ese momento, no sé cuál de los dos, pensó que quería morir con el puño levantado y gritando algo que no se iba a poder escuchar por el trapo en la boca. Pero seguramente el otro sí pudo escuchar ese último grito… a la luz de los faros, esa noche fría del 20 de julio. Seguramente ese grito ahogado hizo que no se sintieran tan solos en ese descampado camino a Florencio Varela. Levantar el puño y gritar… y putear. Aunque las manos seguían detrás, en la espalda, aunque la lengua estuviera seca. Gritar con la garganta y el puño izquierdo bien arriba, apretado, hasta sentir
por fin ese pesado golpe un poco más arriba de la nuca.
Lo público y lo íntimo es un mismo lugar que transcurre en tiempos diferentes. Ya lo aprendí con mis viejos; ya lo aprendí con HIJOS. Cuando nació HIJOS, nos propusimos aparecer a nuestros viejos y entablamos una profunda tarea de reencuentro con sus vidas. Un poco por intuición, un poco por necesidad y otro poco como criteriosa postura contra el entonces menemismo. Aparecerlos como hombres y mujeres y en las organizaciones que los contuvieron. Sus vidas antes del tiempo en que los desaparecieran. Lo colectivo estaba puesto en sus vidas. La muerte siguió siendo un espacio íntimo. Frente a este lugar no tengo aún herramientas.
Quizás esto que escribo busque encontrarlas.