
Voces
Lucía Corsiglia
Era de mañana. Yo estaba en la cama, entre dormida y despierta. Siempre me costó arrancar a la mañana y la fiaca me vence hasta el día de hoy, todas las veces que puedo. Igual, ahí era distinto. Tendría unos cinco o seis años, dormía en la cama que estaba al lado de la de Esther. En esa época dormíamos las dos en la misma pieza. Ella decía que era para ahorrar gas y dejar la otra puerta cerrada en invierno. Yo creo que también era una manera de sentirnos las dos menos solas. Veníamos de perder mucho en muy poco tiempo. El último había sido Paulino, hacia unos años, y nos habíamos quedado las dos en esa casa que –en ese entonces– me parecía un caserón. No había sido nuestra casa desde siempre. Cuando Esther me fue a buscar a Varela, vivíamos en un departamento. Pero después nos mudamos a esta esquina. Del departamento no me acuerdo. Lo que sí, todavía puedo ver a Esther en la casa, parada de puntitas de pie a la noche, espiando por la ventanita de la puerta de entrada cada vez que se escuchaban los frenos de un auto que, obligado al llegar a la intersección con la Avenida Paso, aminoraba la marcha. En 18 cada frenada, Esther activaba la esperanza de que fuera un taxi del que se bajara mi vieja, que nos encontraría alertada por el encargado del viejo edificio que le habría avisado de la mudanza y la nueva dirección. Así que el mecanismo era sencillo: bastaba con oír ese chirrido de frenos, para salir como rayo hacia la puerta. Y después de nuevo a la cama, hasta que alguna otra frenada pareciera que esa vez sí. Pero no.
Igual, me fui por las ramas. Y esto que quiero contar no pasaba en esas noches. Era una mañana, de esas que me la acuerdo con la memoria, pero también con las lágrimas y el nudo en la garganta. Estaba aún modorreando, aunque –ahora que lo pienso– tal vez estaba enferma y por eso no había ido a la escuela. Porque en casa tenía que pasar algo más o menos serio para que Esther me dejara faltar a la escuela. Es más, puede que haya sido la vez de la varicela, que tuve mucha mucha fiebre.
Y capaz eso tenga algo de culpa en esta historia.
La cuestión es que Esther, mi abuela, estaba en la cocina. La cocina y el sillón donde tejía a las tardes mirando por la ventana eran dos de sus dos lugares en el mundo. Y esa mañana había ruido en la cocina. Podía escuchar que había sacado la pava de la hornalla y estaba charlando con alguien.
Todavía medio dormida, empecé a parar la oreja. ¿Con quién hablaba? No era la vecina de al lado. Tampoco era el vozarrón de la negra, su hermana, que solía pasar de visita. Era un tono de mujer. Me sonaba familiar. Pero ¿de quién era? Tenía un aire a las voces de la casa, aunque no era la de nadie que yo conociera. Empecé a pensarlo seriamente. Mi tía Gracie estaba en Comodoro. ¿Habría venido de viaje? No. No era ella. Mi tía Inés, ella pasaba casi todos los días por casa a vernos. Pero esa no era exactamente su voz, aunque un poco se parecía. Sí. Se parecía 19 mucho, ahora que lo pensaba, pero no era igual a su voz de siempre. Y ahí, el corazón empezó a latirme con una fuerza increíble.
Mi abuela tenía tres hijas. Inés, la más grande, y Gracie y mi vieja (Cristina), las mellizas. Así que, en el alboroto de ideas y emociones, empecé a sacar cuentas. La voz era parecida a la de Inés, pero no era la de ella. Gracie no estaba en Mar del Plata, así que podía descartarla. Todo me llevaba a una sola conclusión. La espera de Esther en la ventana, las frenadas, los autos, la esquina…. ¿Y entonces era mi mamá la que estaba tomando mate en la cocina? Salté de la cama. ¿Dónde estaban las pantuflas? ¿Cómo podía ser que no me hubieran despertado? Ay, encontré solo la pantufla izquierda. Bueno, no importa, voy en patas. El piso está helado y seguro me retan, pienso. Corro ese pasillo que antes me parecía eterno, aunque seguro que si hoy lo viera, me parecería de dos pasos. Entro agitada a la cocina. Veo a Esther cebando un mate y comiendo una factura de Ochoa, la panadería más rica del barrio. Ni bien cruzo la puerta, me ve descalza y arranca con un rezongo. Y entonces, se da vuelta mi tía Inés, que estaba sentada en la mesa y me saluda con una terrible disfonía.
El mundo se me vino abajo en ese instante. Yo salí eyectada a la cama de nuevo, bajo amenaza de penitencia si no me calzaba. ¡¿A quién podía importarle una penitencia?! No dije una palabra, pero un llanto desconsolado me atrapó mientras volvía sobre mis pasos. Mi tía Inés, especialista en mimarme por aquellas épocas, no entendía nada de lo que pasaba e intentaba consolarme con una leche con chocolate en la cama y una de esas facturas que tanto me gustaban, pero que obviamente no podía ni pensar en comer.
No me acuerdo cómo siguió ese día, ni qué pasó con el reto, ni 20 si terminó mi varicela prontamente. Una eternidad me separa de esta anécdota. Un tiempo más tarde, y gracias al testimonio de compañerxs que vieron a mis viejos en la ESMA, supimos que no podíamos esperar más atrás de las ventanas cuando frenaba un taxi.
Ya no soy una nena hace mil años y cargo con mucha más edad que la que les quedó congelada en las fotos que tantas marchas han caminado. Igual, haciendo trampa a la racionalidad, todavía a veces juego a que hablo con ellos. Nos contamos la vida, nos abrazamos y nos reconocemos en voces inventadas. Voces que murmuran, a veces gritan, lloran, cantan… pero, y a pesar de que yo pierdo la voz muy seguido, nunca en mis juegos, éstas voces se quedan disfónicas.