
Aprender a caminar
Arturo Depratti
El 29 de diciembre de 1977 fui secuestrado junto a mis viejos en San Martín. Yo tenía cuatro meses, Manely, mi mamá, cumplía 23 dos días después y Nereo, mi papá, tenía 27.
Militaban en Montoneros.
Cuentan las vecinas y vecinos del barrio que, cerca de las 11 de la mañana, un auto con milicos frenó en la puerta, agarraron a mi viejo y a mi vieja y nos metieron dentro de la casa.
Unas horas más tarde, se llevaron a mamá y a papá, encapuchados y maniatados. Varias horas después me llevaron a mí. Creo que fue la última vez que estuvimos juntos.
Dos meses después, mis abuelos maternos me recuperaron de las garras de los represores, luego de una intensa búsqueda en la que arriesgaron sus vidas. Yo me crié con ellos. Mi mamá y mi papá integran la lista de las y los 30.000 desaparecidos.
En mi familia son seis los desaparecidos y hay un exiliado.
Somos cinco primas y primos que compartimos esta historia: Leticia, Juliana, Ramón, Rosana y yo.
El recuerdo más feliz de mi infancia es el de aquel verano en San Clemente en el que jugamos a que éramos todos hermanos. De alguna manera lo somos. Fueron mis primeros pares, con ellos entendí que eso que me había pasado, no me había pasado solo a mí.
Las tres abuelas con las que nos criamos fueron parte de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo: Haydee, Elba y Juanita. Tengo dos abuelas más, Nieca, la mamá de mi papá, y Hebe de Bonafini, con quien nos adoptamos. La gorda me preparaba una sopa verde, la única que tomé con gusto en mi infancia. Estar cerca de ella, era para mí estar en un lugar seguro. Nunca me banqué los límites de nadie, excepto los de Hebe, la abuela que elegí.
Desde que tengo memoria supe que mis viejos y mis tíos estaban desaparecidos porque querían transformar el mundo en un lugar más justo, siempre nos dijeron la verdad. Las abuelas y los abuelos se ocuparon también de que mis primos y yo estuviéramos mucho tiempo juntos.
Me siento afortunado.
Siempre recuerdo las marchas de las Madres en la ciudad de La Plata. Se hacían los miércoles a las 15:30, en Plaza San Martín. Yo esperaba ansioso ese día. Mi abuelo Carlos me pasaba a buscar por la escuela a las 12 e íbamos a la Casa de las Madres de calle 49 entre 4 y 5. A veces almorzábamos en alguna fonda. Otras, comíamos sanguchitos con las Madres.
La casa estaba en el primer piso de una galería que tenía para mí el aspecto de una caverna. Había un montón de locales. El nuestro era el más grande y daba a la calle. Era el lugar de la caverna que miraba y se mostraba ante el mundo. Ese mundo que nos negaba.
Recuerdo también que en nuestra Casa de las Madres había varios escritorios, fotos en blanco y negro en las paredes y una fotocopiadora. Esa máquina me llamaba especialmente la atención. Era mágica. En ella se imprimían, entre otras cosas, las fotos de las y los desaparecidos. Ahí estaban mis viejos, Manely y Nereo. Estaban Elbita y Arturo, Alicia y Daniel y el tío Hectitor. Estaban las y los 30.000.
Esas fotos eran las que, junto a las Madres, pegábamos en la reja del monumento de Plaza San Martín minutos antes de que comenzaran las marchas de los miércoles. El juego era muy sencillo. Las hijas y los hijos caminábamos alrededor del monumento hasta encontrar a nuestros desaparecidos y nos decíamos: ¡mira! esa es mi mamá o ese es mi papá.
Entiendo que lo que hacíamos era empezar a comprender el valor de lo colectivo. Así como las Madres habían socializado la maternidad, empezábamos a darnos cuenta de que la lucha era por las y los 30.000.
Para mí era una fiesta, o así lo recuerdo. Los miércoles era el día en que me encontraba con otros pibes y otras pibas a quienes les había pasado lo mismo que a mí. Siento que allí nació, en parte, nuestra hermandad.
Desde mis 8 o 9 años tuve claro que, si bien yo vivía los miércoles como una fiesta, allí ocurría algo que tenía que ver con la lucha. No era una fiesta de cumpleaños o una jornada de festejo en la escuela o el club. Era la marcha de las Madres. Pero, insisto, encontrarme con las hijas y los hijos era para mí una verdadera fiesta.
Mi abuela Haydeé y las Madres siempre me transmitieron con el ejemplo que la lucha no tenía que ver con el odio, con el resentimiento o con algo triste. Esa militancia siempre tuvo que ver con la alegría. Nosotros somos los buenos. Eso me hacía feliz.
En octubre de 1982, todavía en dictadura, las Madres hicieron una suelta de globos blancos, era el Día de la Madre. Me acuerdo perfectamente de aquella jornada; la actividad se trataba de escribir consignas en los globos para luego soltarlos y que lleguen lo más alto posible. ¿Llegaron esos globos a nuestros viejos? Me gusta pensar que sí.
Yo siento que las Madres nos enseñaron a caminar, literal y políticamente. De ellas aprendimos el valor de lo colectivo, que la lucha es también alegría y sobre todo, que no nos han vencido.