
La carta
Carlos Barbosa
“Él quiere andar, quiere tocar todo, solo nosotros podemos orientarlo en qué hacer y en qué no, porque para él vale todo, no tiene límites porque no los conoce y si no se los enseñamos no los aprende ¡y tenés que ver como aprende! Se quema con un mate poquito y ahora lo asocia con todo lo que sale vapor, o siente calorcito, lo prueba y pone cara de misterio, acerca la manito y la retira rápido ¡es un exagerado!”
No tengo recuerdos de mi mamá, porque cuando se la llevaron yo solo tenía diez meses. Hoy puedo recuperar su voz en algunas cartas que le escribió a mi tía y donde le hablaba de mí.
Se la llevaron un día que volvíamos del médico, en la ciudad de Mar del Plata. Alcanzó a dejarme con unos vecinos; supongo que mi mamá se las había ingeniado para convencerlos de que no me llevaran con ella. Es probable también que le haya dejado a los vecinos contactos telefónicos, porque mis abuelos maternos me fueron a buscar ahí. A mi viejo se lo habían llevado de nuestra casa unas horas antes.
Mi mamá era estudiante de periodismo, se había recibido con el título secundario como maestra normal. Mi papá, Juan Manuel Barboza, era mecánico, había estudiado en el colegio Industrial de La Plata. Ambos militaban en el PCML (Partido Comunista Marxista Leninista) y habían decidido mudarse a Mar del Plata luego de la caída de unos compañeros de la organización y ambos desaparecen en esa ciudad.
En la familia, a mi papá lo describían como alguien práctico, que se daba mucha maña para todo lo que era la mecánica. Seguramente por eso era el encargado en la organización de la fabricación de las Yarará (producción propia de ametralladoras). Esta fábrica se encontraba emplazada en un taller que se dedicaba a enderezar paragolpes.
Fui criado por la hermana de mi papá y su marido, quienes tenían tres hijos. Como el marido de mi tía era descendiente de japoneses, mis primos tenían rasgos orientales. Ahí me di cuenta de que era distinto y que no era hijo de esa pareja. Tenía seis años y empecé a preguntar. Buscaba que me hablaran de eso, todos los días preguntaba y solo me detenía cuando veía que mi abuela o mi tía se ponían a llorar. ¿Cómo era mi papá? ¿Era flaco o gordo, era bueno o era malo? Y después más detalles, ¿qué color de pelo tenía? Así fue como empecé a reconstruir la historia de mi viejo y también a rescatar anécdotas.
En el ‘84, recién llegada la democracia, mi abuela, como muchas otras madres en ese momento, estaba llena de expectativas de que mi viejo volviera. Entonces fue que escuché una conversación entre mi abuela y mi tía: “Mamá, están muertos” y mi abuela estalló en llanto. En ese momento lo vi. Ya fue. Pensé: se murió. Ese instante fue un antes y un después en mi existencia. Si bien esas palabras fueron duras y no me olvido del dolor de mi abuela, para mí fue un alivio, ahí dejé de esperar.
Mi abuelo era suboficial de la fuerza aérea, retirado en el momento de la desaparición de mi papá. Un dato histórico es que fue mecánico de vuelo del avión presidencial de Frondizi y cuando llegó Onganía pidió retirarse. Si bien era radical y antiperonista, se negó a formar parte de los vuelos que bombardearon la Plaza de Mayo en el ‘55. Supe que por esta resistencia estuvo preso. Lo que más me conmueve de su historia es que, cuando desaparecieron a mi viejo, trató de interceder con las fuerzas y le dijeron que se dejara “de romper las pelotas”.
En la adolescencia, tenía discusiones con mi tía como cualquier chico de esa edad, en las que la provocaba diciéndole que no era su hijo o le reprochaba por qué no llevaba el apellido de ellos. Sentía inseguridad o dudas sobre si realmente era deseado o no. Sin embargo, cuando las perdí a ella y a mi abuela, unos años después, sentí que se me desacomodaba la vida. Esas dos mujeres fueron las que –a pesar del dolor– se dedicaron a mantener la presencia y la memoria de mis viejos. A mi tía la llamé mamá y aun, cuando me acuerdo de ella, puedo sentir el olor de su piel.
“Cuando veía que teníamos las llaves en las manos se ponía a llorar porque nos íbamos, pero lo acostumbramos y ahora no llora más. Si no hay que hacerle toda una novela para que él no se dé cuenta que uno sale ¡no puede ser! es muy vivo, así que no tarda en aprender”, decía en la carta mi mamá.