Auto rojo

Joaquín Frías

Creo que tenía ocho años cuando supe que mi papá era un desapare-cido. Aunque no recuerdo muy bien el momento en que me dijeron y ni idea cómo me sentí o qué alcancé a entender. Sabía que él me había mandado unas cartas con dibujos.

Sí recuerdo cuando mamá me leía esas cartas. Eso fue antes de saber, a finales del 79 o principios del 80, en la época que vivíamos con abuelos, tíos y primos, en una casa que se levantó en tres meses en lo que había sido una chacra, en la afueras de Neuquén.
«Una casa de emergencia», así la definió mi abuelo una vez que ha-blamos de aquellos días. Me acuerdo mucho de esa casa. Las paredes eran de ladrillo visto, unos ladrillos enormes que no volví a ver en ningún lado, mi abuelo les decía “ladrillones”.

Las paredes interiores, que se habían revocado con una técnica rá-pida, estaban llenas de grumos petrificados que por alguna razón me incomodaban. El piso de cerámicos naranja tenía manchas negras irre-gulares que parecía tinta recién chorreada.

En una de las esquinas del living había un hogar, pero no estaba cavado en la pared, era más bien un banco de fuego. Me habían dicho que muy abajo de la casa había petróleo y cuando las canillas de la cocina quedaban abiertas, imaginaba que en cualquier momento iba a empezar a brotar por ahí.

Enfrente vivía mi tío mayor con su familia. Había una pileta circular en el medio del jardín, un tanque australiano de ladrillones, y veredas de piedra volcánica anaranjada. De los árboles salían manzanas. Y más allá de las casas, altísimas alamedas rompevientos.

Casi no teníamos vecinos, en realidad había más terrenos baldíos que casas, pero siempre estuvimos a diez minutos del centro. Un en-tretenimiento era caminar hasta el casco de la chacra, un caserón de paredes rosadas. Nunca vimos a nadie: caballos fue la única forma de vida que registramos.

Yo dormía en una habitación con mamá. Mi prima Lu también dor-mía con su mamá en otra habitación. Las lecturas eran a la hora de la siesta, en nuestra habitación, cuando todo estaba más que tranquilo. Tengo la idea de que yo le prestaba más atención a los dibujos que a lo que decían las cartas. La que me quedó grabada es la del Fórmula 1.

Después de leerlas, mamá las guardaba en un cajón del placard donde rodaban unas cuentas de cerámica: «Una fantasía», dijo cuando le pre-gunté qué eran. En ese cajón también rodaban unos frutos secos amarillos con semillas sonajeras que yo sabía que se los había dado una gitana.

Algo que entendí mucho después, es que cuando mamá leía las car-tas papá no era un desaparecido. Y como no tengo ningún recuerdo de papá, también me di cuenta que el recuerdo de esas lecturas es lo que mejor puede pasar por un recuerdo suyo.

Me gusta tener alguna memoria de un tiempo que fluyó para los dos (no sé bien cómo explicar esta idea sin que suene medio patética (pensándolo bien, lo es)).

La carta que escribió detrás de una foto suya vendría a ser la primera, casi todas están fechadas. La más larga incluye el cuento de Daniel y el viejito, que le habla sobre un país muy lindo donde viven muchos nenes muy buenos que ahora están un poco tristes.

Después de saber que papá era un desaparecido creo que mamá no me leyó más las cartas. Cuando me las dio para que yo las tenga habían pasado algunos años, estoy seguro porque ya sabía leer. No sé si en ese momento las habré leído todas, no me acuerdo.

Sí que leí con ella la del árbol de navidad y lloramos juntos.


Ahora tendrás regalos de Papá Noel y de los reyes también, pero no lo tenés a Papá.

Cuando pase el tiempo y ya no puedas creer en esas cosas, tan bue-nas y lindas como esas, vas a creer en otras.
Pero reales.
En ese momento, nos regalaremos muchas cosas.
Yo, todo lo que hice y hago, y te voy a pedir una sola.
Tu sonrisa, tu alegría.

 

Ahora estoy en una casa nueva, tengo una familia nueva. Tengo a pa, que es mi papá aunque no lo sea. Y un hermano de la misma edad que yo; no vive con nosotros pero viene seguido, la gente arriesga que somos mellizos. Y dos hermanas que nacen poco tiempo después.

Neuquén es una ciudad perfecta para rescatarse, hay mucho trabajo y casi todos son de otro lugar. Somos parte de una colonia bastante nu-merosa de platenses, prácticamente todas las sociales las hacemos con ellos: fines de semana, cumpleaños, ski weeks.
No se habla mucho de política en casa. Pero sí recuerdo bien la ex-pectativa con la que se espera el resultado de las elecciones del 83, todos concentrados en el living escuchando la radio a oscuras, iluminados apenas por los vapores fluorescentes del dial.

Y la primera vez que veo mucha gente junta caminando por la calle, por la Avenida Argentina, ondeando una bandera roja, mamá me da una explicación que vagamente recuerdo como política.

En casa tampoco se habla mucho de los desaparecidos. Cuando en la tele pasan algo del Juicio a las Juntas Militares algo se dice, o yo pregunto algo que descoloca a todos, no sé bien.

Todos saben que mi papá es un desaparecido pero nunca nadie me saca el tema. Tampoco yo siento ganas de preguntar o hablar de eso. O por los menos no con mis primos ni con los amigos de la colonia platense.

Una vez, estando en la casa de uno de estos amigos, como yo hablo rápido, su papá me bautiza “metralleta Frías” y de alguna manera capto que hay un doble sentido aunque no entiendo el chiste.

En el living de casa hay un globo de vidrio; sé que se lo regaló a pa un amigo suyo muy querido, un amigo desaparecido. Como primera aproximación, meto granos de arroz por el cuello angosto. Después, elaboro un sistema para que estalle en mil pedazos, que consiste en desplegar hilos de nylon por todos lados (tuercen a veces por el cuello del globo) y pulsar alguna parte de la trama.

Si en el tocadiscos suena Mambrú se fue a la guerra, en la parte de «Ajajá, ajajá…» me dan ganas de llorar pero me las aguanto. A veces me largo a llorar de la nada; muy raro.

Tengo una habitación para mí solo. Casi todas las no-ches me cuesta dormirme porque tengo miedo. Del otro lado de la ventana, oculto por la esterilla, hay un vampiro flotando. Esto por supuesto no lo hablo con nadie, me da vergüenza. Al único que le cuento que soy hijo de desaparecido es a mi mejor amigo de la primaria.

Paso mucho tiempo con mis abuelos, todos los viernes me voy a dormir a su casa. Se hicieron una casa más chica al lado de la otra. Mi casa nueva está a dos cuadras, pero cortando por un terreno baldío es todavía más cerca.

Ellos tienen una biblioteca que me parece inagotable, puedo agarrar cualquier libro que quiera (me encanta uno de la Isla de Pascua que tiene muchas fotos). Al fondo hay un taller de herramientas donde tam-bién hago lo que quiero.

La abuela se la pasa contando historias de la edad de oro, que vendría a ser cuando mamá y los tíos eran chicos y vivían en La Plata. La casa de la calle 3 se torna mítica. El abuelo, en cambio, se fascina con Neuquén. Dice que la provincia tranquilamente podría ser un país independiente, que tiene todos los recursos necesarios. Con ellos tengo conversaciones de grande, eso me gusta.

Algunas vacaciones me voy con los abuelos a una casa que tienen en Valeria del Mar. También viene mi prima Lu que ya no vive más en Neuquén.

La casa de Valeria es un museo de la edad de oro, todos los objetos seguro fueron utilizados en aquella época espléndida y me resulta in-creíble que ahora estén a mi disposición.

Los abuelos a veces cuentan algunas historias protagonizadas por mi prima y yo cuando éramos todavía más chicos, anécdotas del tiempo que vivimos en Montevideo. Yo no puedo recordar casi nada aunque fue apenas unos años antes. Hay, sí, imágenes de una excursión en carretilla hasta la playa para buscar arena, pero no estoy seguro si eso me lo contaron y yo lo incorporé como recuerdo.

Lo de Uruguay parece que fue una temporada larga en la playa. El único registro son estas anécdotas, casi no hay fotos como siempre suele haber de todos los capítulos de la historia familiar. Me parece que solo ellos hablan de eso.

Toda la familia de papá vive en La Plata, pero mucho no los registro. Mi abuela es la única excepción. Para mi cumpleaños me manda unos juguetes buenísimos. Empezamos a ir más seguido a La Plata y yo la visito en su departamento.

En el living tiene una foto de papá a la vista; las que yo tengo siem-pre están guardadas en la caja de las cartas. Vive sola con la misma perra cocker blanca y negra que yo vi en algunas fotos de papá.

Un día vamos a dar una vuelta en auto y me muestra un agu-jero que hay en el asiento del acompañante y dice que lo hizo mi sillita de bebé. Ese dato es un flash para mi. No sé si habla mucho de papá en ese momento, sí que lo llama Fredy. En el 89 vamos a pasar todo el verano a San Martín de los Andes porque se está terminando una obra importante. Al final nos quedamos a vivir. Fue algo imprevisto, justo el año que empezaba la secundaria.

Me hago amigos pero no le cuento a casi nadie que soy hijo de desaparecido. Solo a mis nuevos mejores amigos cuando llega el momento. No conozco a ninguna persona que tenga un familiar desaparecido. Sigo sin hablar o pensar mucho en eso, creo que hasta menos que antes.

Un día pasa por el pueblo uno de los mejores amigos de papá de la infancia, quiere conocerme. Pero cuando viene a casa me quedo en mi habitación. Tres veces suben a buscarme y nada. No puedo explicarme esa reacción (igual tampoco me hago mucha historia).

Mamá y pa creo que se preocupan un poco pero no me dicen nada.

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