
Primeras raíces expuestas
Natalia Esponda
A los cambios me acostumbré. Los primeros fueron más bruscos; los siguientes, con tiempo de armar los bártulos, como decía mamá. Hemos ido por la vida las tres, con nuestras magras pertenencias, gitaneando. Será por eso que siempre fueron de gitana mis disfraces. Arrastro hasta hoy esas raíces aéreas. Después de que nos arrancaron, la tormenta nos tiró lejos. Muchas ramas se quebraron, muchas hojas se secaron. De las grandes mudanzas −las de ciudad−, las primeras tres ocurrieron en años de la dictadura. Nunca más nuestras raíces se adentraron demasiado hondo en la tierra; pero en cambio, siempre buscaron los desgarros que habían quedado profundos tras la amputación, en La Plata. Hubo muchos andenes, muchas estaciones, muchas valijas.
Aprendí a llamarle casa a cualquier suelo en que se posaran mis bár-tulos, por efímera que fuera la estadía. Allí donde nos recibían y nos alojaban, había un hogar. Sin contar esos aguantes muy efímeros en casas de parientes y compañeros, hoy cargo con unas quince mudanzas, tres jardines, tres primarias, ocho cambios de ciudad. Cada tres o cuatro años, barajar y dar de nuevo. Reaprender las calles, el barrio, los bondis. Rasgar la timidez con el filo de las uñas, detectar posibles nuevas amistades y encarar. Aprendí a vivir siendo la nueva siempre; a tener siempre listo mi corazón para una partida intempestiva. Y aunque era muy chiquita cuando pasó lo que pasó −así llaman al secuestro quienes todavía no pueden nombrarlo−, yo siempre sé dónde está la salida de emergencia y cuáles son los mejores escondites.
De cada cambio anunciado, lo que me aterraba era que me cambiaran de escuela y me mandaran a una con copa de leche. Yo escuchaba hablar a mi mamá de escuelas con copa de leche y me imaginaba sentada ante un tablón forrado de hule a cuadros y flores, rodeada de otros chicos, cada uno con su copa llena de líquido blanco y viscoso, sin azúcar, ni chocolate, ni mate cocido… Un brindis de horror cotidiano. No en-tendía qué alma perversa podía haber ideado semejante dispositivo de maltrato infantil. Entonces, cuando veía que un cambio se aproximaba, mi ruego secreto era diosito, por favor, que no me manden a una escuela con copa de leche. Siempre fui quisquillosa con la comida. Sobre todo, con las verduras hervidas: una tortilla de acelga se parece a un uniforme camuflado. Nunca pude tragarme eso.
Aprendí a ser callada y observar, a mimetizarme con las paredes. Tanto, que después empecé a tener miedo de ser invisible. Entonces empecé a hablar fuerte. Pero eso fue después, mucho después, cuando empezábamos a romper las últimas membranas, a asomar las cabezas y encontrar a nuestros pares, a nuestros hermanos de historia y a armar esto que hoy ya tiene más de 27 años.
Por mucho tiempo, el silencio fue obligación de estado y estrategia de supervivencia. Crecer con una sobreviviente es una responsabilidad terrible. Había que cuidarla, preservarla. Y para eso había que tener una mirada aguda. Saber a quién se le podía decir qué. En general, por las dudas, era mejor no hablar. Decía algo distinto cada vez que me preguntaban por papá. Y me sentía una mentirosa. No sabía qué carajo hacer con eso, por qué me preguntaban. Hacía poco que había descubierto que los reyes magos no existían y de paso, había empezado a procesar la catástrofe en mi cabecita. Alguna mamá le habrá advertido algo a la mía, porque en un momento yo empecé a experimentar dicien-do que mi papá era un preso político. Eso me valió una amorosa bajada de línea. Una sola llamada de atención fue suficiente, estaba entrenada.
Vivíamos en la Patagonia, todavía ni había empezado la guerra de Malvinas y yo apenas estaba cambiando el guardapolvo cuadrillé por el blanco. Entonces mi viejo, de preso político ascendió a la categoría de padre abandónico o esforzado, que estaba trabajando en la mítica ciudad de La Plata. Fue más o menos por ese tiempo que me enteré de que existía un club llamado “Estudiantes de La Plata”, algo que me pareció que evocaba a mi papá −que además de trabajar era estudiante−, así que me afilié íntimamente, aunque el fútbol me importaba cero. Cuando me preguntaban, decía River −tenía los mismos colores y no requería explicaciones− y también un club que se llama Estudiantes de La Plata. El lobo, en cambio, se dedicó a perseguirme por laberintos en todas mis pesadillas. Lo he visto destrozando a dentelladas a mi vieja y regar la tierra con su sangre.
Estaba preso o algo peor, mi mamá me había contado lo que sabía, que se los habían llevado a los dos y que después a ella la habían soltado. No sé. No sé, hija; era la respuesta a casi todas las preguntas. Pero ella no iba a cometer el crimen de darlo por muerto. Papá estaba vivo e iba a volver. Así que cada cumpleaños llegaba algún paquetito con el mejor regalo de todos, enviado desde esa lejana y misteriosa ciudad de La Plata, en nombre de papá. Mamá quería que supiéramos que nos amaba y sostuvo esa artimaña por un tiempo. Estoy segura de que lo mejor de lo que podía comprar, era lo que nos daba en nombre de él, pero no puedo acordarme de ninguno. Esos regalos eran siempre una decepción, eran la confirmación de la ausencia. Yo, igual que todos mis compañeros, soñaba con el único regalo que importaba: su aparición. Mi único anhelo para mi cumpleaños era que él apareciera de sorpresa. Me lo imaginaba a contraluz parado en la puerta, desgreñado, quizá harapiento. Me lo imaginaba como un náufrago que logra volver después de una larga travesía, venciendo a la muerte, a la tortura y a la locura.
No sabía qué carajo hacer con los regalos. No sabíamos qué carajo hacer con muchas cosas. Tampoco sabía qué hacer con las artesanías que las maestras me obligaban a fabricar para el día del padre. Varios anotadores de lechuzas con anteojos y corbatas −porque los padres exis-ten y tienen anteojos y corbatas− se derretían como preguntas entre mis manitas. Confieso que, de la reciente muerte de mi abuelo, me alivia no tener que decirle nunca más feliz día a ningún impostor.
Durante toda una primera época, vivimos en la casa de los papás de mi papá. Los suegros de mamá. Ellos se iban a atender su negocio. Para el tiempo en que empiezo a tener recuerdos, nuestra sobreviviente empezaba a cicatrizar algunas heridas. Había días felices en que se levantaba con esperanzas, ponía a Serrat al palo hasta que la música nos despertaba. Esos días parecía que volaba. Más mágica que la cenicienta, recorría la casa plumero en mano, cantaba, nos hacía cosquillas. Otros días la recuerdo metida en la cama, tapada hasta la nariz y en posición fetal. Yo todavía no sabía muy bien qué era estar indispuesta, pero evidentemente era algo que dolía.
Antes de empezar el periplo, en La Plata, la vi volver. No me acuerdo, pero sé que la vi volver del infierno. Supongo que la escena debe haber sido parecida a la que imaginaba para papá. Sé que apareció envuelta en un deshabillé azul que había pertenecido a otra y que atesoró durante décadas como símbolo de su libertad, de su nuevo nacimiento. Hasta que un día, finalmente, lo dejó volar. La habían tirado en un parque junto a otro compañero. También vi cuando se los llevaron. Temprano a ella. A la noche a él. Todo un día estuvieron en mi casa, esperándolo. La abuela María estaba de visita y mi hermana recién nacida y yo quedamos en sus brazos. Dice mamá que nunca más volví a reírme a carcajadas como se reía el Sátiro, mi viejo. Y que cuando ella apareció, tardé un tiempo en perdonarle su ausencia.
Ella lo amaba tanto que nunca más volvió a encontrar un compañero. Decidió arriesgarse y quedarse a esperar. Se sabía observada y amenazada; tuvo que improvisar refugios en kioscos y escabullirse de autos y peatones, pero esperó. E incluso logró llevar algunas noticias a otras familias que también esperaban. Supongo que en esos primeros años habrá estado un poco transparente, como un fantasma, porque fueron ellos, los suegros, quienes empezaron a tomar las decisiones. Ya habían tomado la iniciativa, en su ausencia, de cambiarle el nombre a mi her-mana que todavía no estaba anotada, y le encajaron un “maría” que la encomendaba a la virgencita. Después decidieron que basta, que ya era suficiente y nos llevaron al sur.
Creo que fue una buena decisión. Ahí crecimos lejos del peor peligro y cerca de los compañeros de papá. Mi abuelo siempre estaba a mitad de camino entre bancar a mi abuela o a mi viejo, él solía decir que había dejado toda la crianza en manos de ella. Cumplía con sus roles patriarcales haciendo habeas corpus y recurriendo a cuanto contacto podía. Ella, todavía hoy no le perdona a papá el estar desaparecido. Pero fue una buena decisión.
Antes del secuestro, ya nos habíamos ido de una casa por desacuerdos con la conducción y por cuestiones de seguridad. Después habíamos estado transitoriamente refugiadas en casa de parientes y luego unos meses en Bolívar. Pero esa mudanza a la Patagonia fue el comienzo de nuestro peregrinar tirando miguitas que las alimañas se comieron. Nunca, jamás, Ariadna cortó el hilo. A riesgo de su propia seguridad, en cada cambio, mamá dejaba pistas para que él, cuando saliera, pudiera encontrarnos.
Nos instalamos en la casa de los suegros. En esa primera cuadra de la que tengo recuerdos, un pasaje angosto casi sin veredas por el que apenas pasaba un auto, teníamos una plaza cerca. Con calesita y todo. Mi mejor amigo en el jardín, Pablito, era tímido y solitario, como yo. Vivía con una abuela. Ése era otro que no encajaba; lo recuerdo con una gorra con visera y una campera deportiva, con su delantal celeste, jugando conmigo a las muñecas.
Los más luminosos eran los días que pasábamos con los compañeros, especialmente con Silvia y Pietro, que después tuvieron al Pancho, y con Laura y Fofi, que tenían a la Pali y la Nani, de nuestra edad, después tuvieron a Juan Martín, y por último a la Chicho. Silvia es artista y su casa fue para mí, siempre, una fuente de inspiración y deseo. Hay marcas de ella en mis pasos. Laura nos pasaba a buscar para llevarnos a la pileta del Depo en los veranos, donde nunca me convencieron de nadar con la cabeza abajo del agua, pero chapoteaba embadurnada en sapolán hasta que me salían pecas.
Los compañeros eran el único lugar donde estábamos totalmente seguras y despreocupadas. Ahí no había que cuidarse. Cada vez que se juntaban, era navidad. Por ahí aparecían tíos que no eran parientes y que no habíamos visto nunca. Una vez vino Javier y nos llevó a un lago. Vino a despedirse, se iba a Nicaragua. Otra vez viajamos a Buenos Aires; fuimos a visitar a Ricardo, que tenía una mujer que se llamaba Ruth y vivían en un departamento hermoso. Yo me encapriché con un muñeco de un hombre rana que tenía el nene de ellos. Me lo quería llevar, me quería llevar algo de esa casa que parecía perfecta y era de un amigo de papá. Otras veces, llegaban compañeros que mamá no cono-cía, pero los abrazos eran de gente que se quería. Una vez estuvieron de visita los Pingüinos, que venían desde Ushuaia. Fueron suceso durante una semana. Entre toda la chiquillada, decidimos que se parecían a los Pimpinela y los rebautizamos en secreto. Fueron días de mucha agitación. Nos movíamos en banda de un lado a otro.
El que volvió-volvió fue el Negro, que había sido muy amigo de papá y había estado viviendo en Brasil. Nos preparamos mucho para esa fiesta. Nos preparamos emocionalmente, digo. Recuerdo los cuchicheos de los grandes. Vuelve el Negro, vuelve el Negro. Los otros compañeros le contaban historias a mamá, sobre papá y los amigos que ella no conocía. El Negro llegó con una música brasilera, que le decían vossanova. Cantaba gente con nombres raros, como Gal Costa y María Bethania. Había dos nenas de nuestra edad que se sumaron a la bandita, aunque a veces les costaba el idioma. Una se llamaba Victoria y la otra traía un nombre rarísimo del norte, se llamaba Joana. A veces venían a quedarse a dormir a casa.
Para ese entonces ya no vivíamos con los suegros, nos habíamos mudado a la casa verde; a mamá se le empezaban a secar las plumas. Me acuerdo de la primera sensación de entrar a una casa totalmente vacía. El frente era verde, adentro había paredes pintadas de marrón. Pero los compañeros vinieron con latas de pintura blanca y rosa claro, y entre todos la llenaron de luz. En el patio de atrás, que era de tierra, había una hamaca hecha con una rueda. También había una tapera muy venida abajo; no nos animábamos ni a entrar, pero nos inspiraba grandes juegos de misterio. A veces nevaba. Mamá nos despertaba y nos contaba la sorpresa y salíamos a corretear y hacer muñecos. En la casa verde no teníamos que escondernos de los suegros en el baño para juntarnos las tres a llorar y tratar de entender.
Un día me estaba preparando para ir a la escuela; ya tenía mis dos colitas bien tirantes y mamá me estaba atando el cinto del delantal. En la televisión los milicos izaban una bandera y cantaban el himno o alguna marcha y mamá se puso muy mal. Decía que todo era una locura, pero cuando llegamos a la escuela la gente festejaba, no entendían que la guerra era una mala noticia y tuvimos que quedarnos en silencio. Todos los días, después de tomar distancia, cantábamos por la perdida perla austral y juntábamos alimentos no perecederos. Creo que yo llevaba lo mínimo como para no llamar la atención, porque mamá no confiaba en que los soldados recibieran nada.
Viajábamos mucho en tren para visitar a la abuela María, que vivía en Bolívar en una casita mucho más humilde que la de los suegros, con piso de alisado de cemento, cocina turquesa mal iluminada y muebles desvencijados. El terreno alguna vez había sido grande, pero se loteó y se vendió dejando cicatrices en la casa. Lo que había sido el porche, quedó en el fondo, mirando hacia el patio. Ahí los reyes magos nos dejaban los regalitos y ahí tirábamos unos colchones para dormir en las noches de calor. Como había muchos sapos, la abuela atravesaba un tablón en la entrada y ponía un espiral para los mosquitos.
Después de Malvinas y antes de las elecciones, nos terminamos mudando. Esa fue la casa de la democracia. Ahí iba a arrancar segundo grado en una escuela que, por suerte, tampoco tenía copa de leche. Además de Serrat, adoptamos como sustituto musical de papá a Víctor Heredia y cantábamos Sobreviviendo a viva voz. Teresa Parodi nos abrazaba también mucho. No era que anduviéramos hablando con todo el mundo de “lo que pasó”, pero un día mamá viajó a Buenos Aires porque con Alfonsín, que era el presidente, se había armado algo que se llamaba CONADEP, donde la gente iba a hablar de los desaparecidos.