
Desarraigo
Eva Basterra Seone
Desde que tengo registro de mi cotidianeidad, me recuerdo de flete en flete, de tren en tren, de camión en camión, mudándonos con mi fa-milia por barrios platenses, del conurbano y alguna que otra provincia. A veces con mi viejo, a veces sin él, siempre con mi vieja que le decía a lxs vecinxs que su marido era viajante, por eso sus largas ausencias. Esas mudanzas implicaban cambios constantes de escuelas, amigxs del barrio, trabajos, en fin, inestabilidad. Ser la nueva siempre fue duro pero no tanto, ya que rearmar lazos nunca fue un inconveniente para mí. El problema de eso era romperlos, cortarlos, dejarlos para no volver a recuperarlos nunca.
Un día llegamos al barrio platense de Tolosa; tuve nueva escuela, tuvimos nueva casa y tuve nuevxs amigxs. Una tarde escuché a mis viejos que hablaban de mudarse a City Bell, a la casa de unxs compañerxs que nos ofrecían hospedaje. Hacía poco habíamos regresado de Neuquén y aún no podíamos solventar un alquiler con lo cual anduvimos boyando de casa en casa. Ese traslado a ese otro barrio implicaba el riesgo de volver a cambiar de escuela… así que la encaré a mi vieja y le dije llorisqueando: —Ma, mudémonos, pero por favor, no me cambies de colegio—. Necesitaba una raíz, empezar a generar relaciones que perdurasen aunque fuera unos años.
Obviamente que eso sucedió, mi escuela primaria desde tercer gra-do hasta séptimo fue la José María Bustillo Nº 79 de Tolosa. Objetivo cumplido: tenía amigxs, que luego fueron también del barrio, todo era casi perfecto. Comenzamos a tener un poco de estabilidad emocional, pero el silencio aún nos envolvía. Tenía prohibido contar “nuestra historia”. Corrían los años ‘80 y todo aún estaba enrarecido, con lo cual la seguridad no era plena.
Recuerdo que mi mejor amiga se llamaba María Laura Borrello. Nos la pasábamos juntas en la escuela y fuera de ella. Solía quedarme a dormir seguido en su casa, tocábamos la guitarra, sacábamos canciones, hablábamos de nuestros amores y futuros lejanos. Un día me dieron unas ganas terribles de contarle todo lo que habíamos vivido: el secuestro, las mudanzas, los cambios de escuela. Le consulté a mi mamá si podía; Laura era mi amiga y qué podría pasar. Me contestó seria y preocupada: —Mirá Mari, la familia de Laura es de Punta Alta y allá está lleno de milicos… mejor no.
Así era, así fue por un largo tiempo, hasta finalizar la primaria, cuando el último día de clases le conté, con un nudo en la garganta, a Sonia –mi maestra de sexto y séptimo grado, a quien yo admiraba y adoraba inconmensurablemente– que además de haberme venido la menstruación, un 10 de agosto de 1979, cuando yo tenía solo dos meses de vida, un grupo de tareas de la ESMA cayó en mi casa de Lanús y nos secuestró a mis viejos y a mí, llevándonos a un centro clandestino de detención, destruyendo por completo la posibilidad de crecer en la casa que habíamos elegido para vivir, haciendo añicos la vida de barrio, la charla tranquila con la vecina, sumergiéndonos en una mentira constante al contar de dónde veníamos; empujándonos al desarraigo de la palabra, de la permanencia, de la felicidad plena.