Estamos de pie

Mariana Busetto

Recuerdo una tarde en el barrio de Tolosa a fin de los años ‘70. Yo tendría 5 años. No iba a la primaria todavía. Me corrían una bandada de niños vecinos y yo con todas mis fuerzas logré llegar “sana y salva” a mi casa. Cerré la puerta y vi detrás del vidrio amarillo esmerilado las pequeñas manos de mis contrincantes. Ellos le decían “mancha” al juego. Pero para mí era otra cosa. Me preguntaba si a mi papá le había pasado algo parecido. Sentí el sudor y el corazón que latía tan fuerte que se salía de mi cuerpo. No volví a la calle ese día. Para mí el juego terminaba ahí. La victoria era mía. Aunque fuera por ese rato.

Crecí imaginando a mi padre. Armando un rompecabezas al que le faltaban casi todas las piezas. Y muchas veces, me gustaba imaginar esos huecos oscuros donde faltaba la historia. Me decían que me parecía mucho a él. Entonces lo imaginaba alto, rubio, de ojos verdes y sonrisa enorme. Porque, en las pocas fotos que tenía, él sonreía. Después me dijeron que era gracioso, pero sin perder la firmeza. ¿Cómo sería eso? Sin perder la firmeza.

En los ‘80, a pesar de la democracia, no me dejaban hablar de mi historia. Me tenía que callar. Pero escribía. Tenía un diario y ahí le escribía a mi papá.

En los ‘90, con el neoliberalismo arrasando el país, vino la rebelión. Y empecé a ir a las marchas y a buscar respuestas. Los asesinos estaban libres y seguramente los podíamos cruzar en el almacén, en la playa o en la cola del banco. O peor aún, podían ser vecinos. Eso me aterraba. Aprendí la palabra Impunidad. Pero los niños que habían dejado en los ‘70 éramos adolescentes y jóvenes que no teníamos miedo. Creíamos que era posible la justicia.

Perseverar fue otra palabra que aprendí. Que aprendimos. Porque cuando a mediados de los ‘90 nos empezamos a juntar varios hijos e hijas de desaparecidos y formamos la agrupación H.I.J.O.S., empecé a hablar en plural. Ya no era lo que me había pasado a mí. No era un caso aislado. Éramos miles. Y entonces descubrí que había surgido un sentimiento nuevo, sentí que esos compañeros y compañeras eran como hermanos, hermanas. Podía dar la vida por ellos, sentía un amor tan inmenso que superaba cualquier amistad. Podía abrazarme y fundirme con cada uno y cada una y sentir que el mundo era un lugar mejor para vivir. Ese amor perdura. Nos hemos amado y peleado y vuelto a amar. Nos hemos separado por distancias geográficas o elecciones de vida y siempre el sentimiento se mantuvo inmaculado. Y ya han pasado más de veinte años, tenemos hijos, hijas y algunos hasta nietos o nietas. Yo conservo ese sentimiento de hermandad, como aquel primer día que nos juntamos y contamos nuestras historias en pequeñas rondas. Fue el dolor lo que nos reunió al principio, pero después supimos transformar y batallar. Nos dimos cuenta de que juntos éramos invencibles. Éramos muchos y muchas mosqueteras. Todos para uno y uno para todos.

Una vez fuimos a ver a Serrat al polideportivo de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Nos dejaron entrar gratis. No teníamos un peso. Éramos un grupo de ocho o diez los que pudimos ir esa noche. Recuerdo que Serrat nos llamó y fuimos a la puerta del camarín. Nos quedamos en el pasillo y él salió y nos dio un beso a cada uno y cada una. Nos preguntó si queríamos que le transmitiera al público algún mensaje nuestro y, por un momento, nos quedamos mudos. No esperábamos semejante pregunta… entonces, Carlitos Ríos, con sus enormes rulos, su mirada verde que atravesaba todo, le dijo: “Sí, decile que los H.I.J.O.S. ya estamos de pie”. Nos sonrió y se fue al escenario. Nos acomodaron en una de las filas de atrás a todos juntos. En la mitad del show, Joan Manuel comienza a hablar. Cuenta que entre la gente había un grupo de jóvenes hijos e hijas de desaparecidos (teníamos entre 20 y 25 años) y que queríamos darles un mensaje. Ahí nomás lo dijo. La gente empezó a mirar a los costados, como buscando entre los rostros los nuestros. Pero nosotros estábamos camuflados y emocionados, tomados de las manos, llorábamos en silencio, porque ese artista –al que tanto habíamos escuchado en nuestra infancia– nos acababa de dedicar una de las canciones más hermosas. Cantó Esos locos bajitos y la cantó bajo una luz tan tenue que apenas podíamos vernos. Fue una noche inolvidable. Por lo menos para mí. Quedó grabada en mi memoria como un eterno resplandor, pero de una mente con muchos recuerdos.

H.I.J.O.S. es eso. Es conocer el amor de maneras que nunca antes ni después pude volver a conocer. Porque es diferente al amor de amigos, de familiares, de parejas, o al de nuestros hijos. Es otro tipo de amor. Es ver en ellos a mi padre y yo sentir en mí a los suyos. Somos herencia. Resistencia. Perseverancia. Justicia. Incondicionalidad. Es universo. Y para mí fueron salvación. Canalizar el dolor. Salvarme. Salvarnos. Y estoy tan agradecida por eso. Pudimos juntar las piezas del rompecabezas y armar uno más grande, incompleto estará siempre, pero pudimos armar una historia muy grande y, a pesar del dolor, muy hermosa.

Scroll al inicio