
La silla del colectivero
Ramón Inama
“…si no fuera el silencio, cada crujido de la noche
cada susurro del viento sería una historia,
una única historia para contar”.
Alberto Szpunberg
Mi viejo, 25 años al momento de su secuestro, había trabajado unos seis meses en una línea de colectivos de la ciudad de La Plata. Afiliado a la U.T.A y todo, la clandestinidad forzosa y otras cuestiones acortaron su labor a ese breve período de tiempo. Pero aun así, quedó para siempre, la leyenda de mi viejo el colectivero.
Para nosotros decir HIJOS es hablar de un refugio, un espacio de identidad. Nuestra aparición en sociedad tuvo que ver con eso. Con dar identidad a la foto anónima de nuestros viejos. Darles nombre, otorgarles sentido a su desaparición contando de sus vidas y su militancia.
1995 fue un punto de partida, un año vertiginoso que duró mil años en uno solo. Intensamente paseamos por cada homenaje, por cada acto, por cada marcha. Nos juntamos, nos conocimos, empezamos a organizarnos, a reunirnos, a independizarnos de todos y de todo. Al poquito tiempo tuvimos nuestra propia casa, en calle 42. Y con ella las asambleas interminables, las comisiones, las charlas, la experiencia colectiva de estar creando nuestra propia comunidad política y afectiva. La casa era un hogar, fiel a nuestra impronta, un poco organizada y un poco un despelote. Muchas sillas y ninguna mesa. Un entrar y salir de gente, siempre en movimiento. Hasta tuvimos un teléfono al que le faltaba el cable, pero que tenía línea directa con mamá o con papá. Más grande o más chico, más serio o más payaso, ninguno ni ninguna de nosotros se resistió a ese llamado, a levantar el tubo y probar por las dudas, a ver si todavía era posible.
En esa casa discutimos, nos peleamos, nos abrazamos, lloramos, hicimos teatro, leímos al Che, a Perón, a Mao y a Fidel, quemamos muñecos de fin de año con la cara de los milicos. Fuimos felices.
Las asambleas fueron épicas, como todo lo que hacíamos en esos tiempos. Como para estar a la altura de ellos y de ellas. Que no pasaron por la vida así nomás, que quisieron hacer la revolución. Y así muchos padres y madres eran recuperados en su memoria como los grandes luchadores, comandantes, capitanas. Lo que sea que hayan sido era a lo grande: la más inteligente, el más pintón, la más laburante, el más militante. Esa era la vara. Y en esa épica fuimos construyendo nuestros propios mitos, como en mi caso, el mito del colectivero.
En honor a esa historia una noche, después de una larga y agotadora asamblea, nos quedamos como siempre en la casa, escuchando música, charlando y acompañándonos. Evitando la despedida, sin la más mínima intención de separarnos. No recuerdo cuántos éramos ni cuanta cerveza habíamos tomado, seguro las suficientes para aflojar el cuerpo y reirnos por cualquier cosa. Alguno empezó a juntar unas sillas, otra lo siguió y las colocó de a pares como en hilera, una detrás de otra. En el medio un pasillo y adelante una sola, la del chofer al frente de ese colectivo imaginario dispuesto en medio de la sala.
No podíamos parar de reírnos, mientras se iban acomodando de a uno y de a una en cada asiento. Pero nadie dejaba de hacerlo, de seguir jugando. De armar la escena para que yo me siente en ese lugar, en el que alguna vez pudo haber estado mi viejo. Y en el que ahora estaba yo con mis compañeras y compañeros, en el mismo recorrido. Fue una noche hermosa.
Si me preguntan hoy qué es H.I.J.O.S. para mí, esa escena lo define: “un colectivo”, al que podés subirte cuando quieras, incluso bajarte también. Pero un colectivo que nos metió en un viaje del que nunca nos vamos a olvidar.