
Nacer, crecer, trascender
Ramiro Poce
Un viaje a través del tiempo. Un caluroso sábado de carnaval, pocos días después de mi cumpleaños número 43, con mi mamá y mis hijos fuimos a buscar la casa en la que vivíamos en la clandestinidad cuando nací. Salimos en auto desde Barracas después del mediodía, tomamos la autopista 25 de Mayo y el acceso oeste hasta llegar al partido de Hurlingham. Ya en Villa Tesei, recorrimos la calle Kiernan, desde Vergara hasta el cementerio y desde el cementerio a Vergara, una y otra vez, pero no pudimos encontrarla. Quizás ya no exista. Entonces planificamos hacer una escala más, en el barrio de Parque Patricios, y pasar por el lugar exacto donde comenzó mi existencia. El edificio, por suerte, sigue ahí, casi como un símbolo de resistencia de lo público.
No era la primera vez que hacíamos algo parecido. En una ocasión fuimos con mamá a Berazategui, ahí vivíamos cuando mi papá partió hacia una cita cantada, en diciembre del ‘78, y nunca volvió. En aquella ocasión encontramos la pequeña casa, ubicada en una calle que todavía seguía siendo de tierra, con facilidad. Al lado seguían viviendo los mismos vecinos, quienes solo nos recordaron cuando describimos a mi tía.
—¡Ah, sí, los rubios! —dijeron entonces. Adela, la hermana de mi vieja, también se había escondido junto a su hijo en esa casa por un tiempo después de que cayó su compañero.
En otra vuelta por el conurbano, recorrimos las calles del barrio de Piñeyro, en Avellaneda, utilizando como guía los pocos datos que tenemos del secuestro de mi viejo, intentando recuperar alguna información más.
Este viaje inconcluso a Villa Tesei, en una tarde pesada de más de 35 grados pero con la comodidad de un auto bastante nuevo y un buen aire acondicionado, disparó los recuerdos de mamá. Mientras recorríamos el barrio en una marcha más que lenta, los niños se durmieron en los asientos de atrás. La calle Kiernan apenas fue reconocida por mi vieja en algunos detalles que coincidían con imágenes guardadas vaya a saber en qué neuronas. Los numerosos edificios nuevos de tres pisos con pequeños departamentos y balcones cuadrados, iguales a cualquiera de los que se construyen por doquier en distintas ciudades del país, daban cuenta de la destrucción de muchas casas bajas características de la zona. Las historias vividas en aquel chalet que no encontramos, de ladrillo a la vista y jardín al frente, comenzaron a aflorar en su cabeza con una nitidez que parecía esquivar el paso del tiempo.
—En esta casa teníamos unos vecinos muy macanudos —comenzó a contarme mamá con alegría— me acuerdo que eran hinchas de Argentinos Juniors porque charlaban siempre con Ricardo sobre Maradona —continuó. El padre de la familia se había ofrecido a llevarnos a la estación de tren cuando fuese el momento del parto. Y así fue. Las contracciones comenzaron de madrugada y el vecino nos alcanzó en auto a Morón, de ahí con el Sarmiento viajamos a Plaza Miserere, y con un colectivo a Parque Patricios y la maternidad Sardá. Las sensaciones se mezclaban –me explicaba, la alegría inicial del relato había disminuido para dar lugar a sentimientos más complejos. —La emoción por tenerte, el dolor de saber que los tíos, Julito y Graciela, ya no te conocerían —dijo mi vieja en un tono más bajo.
En ese momento Carmen, mi mamá, tenía 20 años y Ricardo, mi papá, 21, apenas cumplidos cinco días antes. El hermano de mi viejo y su compañera habían desaparecido cuatro meses antes. Los habían secuestrado en Floresta y fueron vistos en el centro clandestino Puente 12.
—Sentíamos el miedo de sabernos perseguidos y, contra viento y marea, una cierta felicidad —continuó mi vieja, recuperando la sonrisa en su rostro.
Mientras mamá hablaba yo seguía manejando por la calle Kiernan, que a esa altura es doble mano, volviendo al centro desde la zona donde está el INTA y el cementerio. Casi llegando a la avenida Vergara se me cruzó un pibe en bicicleta que pedaleaba por el carril opuesto; tenía puesta una camiseta de Argentinos Juniors. En un segundo pensé que no debía haber muchos hinchas del bicho en el oeste y casi freno para preguntarle si era pariente del vecino solidario. Pero seguí manejando al mismo tiempo que pensaba que, si bien mi razonamiento era verosímil, las probabilidades de mi corazonada eran escasas. Mientras tanto mi vieja continuaba buceando en su memoria.
Ya había transcurrido aproximadamente una hora desde que habíamos llegado a Hurlingham, cuando retomamos la autopista con dirección a Parque Patricios. Al llegar a la Maternidad Sardá, mamá comenzó a describir cosas que yo ya sabía, pero con un grado de detalle mucho mayor. Juana y Manu ya se habían despertado, pero jugaban y charlaban en una secuencia paralela. La imagen de ese Hospital inmenso, con un diseño racionalista y de aspecto sobrio e imponente, que nos recibió sin pedir nada en días de huida sin rumbo, era la misma que aparecía en los recuerdos de mi vieja.
—Me vienen flashes casi por asalto —me explicó—, del viaje a la Maternidad, de Ricardo, de la vuelta a la casa de la calle Kiernan. Teníamos que irnos rápido de ahí porque había caído un compañero y los milicos rondaban por el barrio —el tono del relato había adoptado una tensión similar a otras historias que me habían contado sobre mi familia durante la dictadura, una tensión que me resultaba casi natural—. En el Hospital solo recibí la visita de Paula Ogando porque era la única que sabía que vos nacerías ahí. Nelly y Alfredo hicieron la mudanza de unas pocas cosas desde Villa Tessei a un departamento conseguido por Julio y Elena, en el microcentro porteño —describía mamá con precisión.
Mis abuelos maternos y paternos fueron, en aquellos años, una herramienta de logística y provisión de recursos inagotable. Compraron departamentos, desarmaron casas, regalaron vehículos, nos visitaban en el exilio. Incluso una vez mi abuelo Julio, que era médico, junto a su hermano Jorge, que era cirujano, operaron en un hospital público a un compañero de mi tío Julito, herido en un tiroteo, haciéndolo pasar por un paciente más.
Mi vieja continuó con la descripción de las imágenes que afloraban en su cabeza.
—También se me aparece la sonrisa de Ricardo, la felicidad que tenía con vos, y, al mismo tiempo —recordó angustiada—, el miedo, siempre el miedo.
Mis padres habían elegido la Sardá porque Paula Ogando, quien era compañera y amiga de ellos, les había dicho que ahí atendía un médico de La Plata, que de algún modo también había huido de la ciudad y que seguramente no preguntaría nada. Mamá lo visitó una vez, en diciembre, sin ningún estudio previo y el médico la atendió con calidez y discreción. El parto fue natural, el 19 de febrero de 1977. Pesé 4 kilos 100 gramos y ese número aumentó el orgullo de mi papá. Muchas veces me contaron, en reuniones familiares, que mi viejo competía con mis tíos, Adela y Joaquín, sobre todo con Joaquín, por el peso con que nacerían sus hijos, entre otras reyertas. Mi primo Jorge, nació unos meses después, en mayo, y resultó más liviano. Ricardo ganó entonces aquella jugada, Joaquín desaparecería al año siguiente.
Las vueltas de la vida hicieron que el mismo obstetra atendiera a mi vieja, de pura casualidad, en el parto de mi hermana. Era otro tiempo y otra ciudad, después de la desaparición de mi viejo, el exilio, y ya en democracia. Por entonces vivíamos en La Plata, donde nos instalamos al volver de Francia en el ‘83. En la capital bonaerense había nacido mi viejo, todavía vivían mis abuelos paternos y yo empezaba la primaria. Una nueva etapa había comenzado. Un viaje a través del tiempo, el espacio y la vida.